Desde
siempre, la música ha sido un componente básico en el mundo del cine, antes
incluso de que los actores tuviesen voz.
Algunas películas han destacado, casi
por encima de por su propia trama, por las canciones que las acompañaban (como American Graffity, Los amigos de Peter o Forrest
Gump, por poner algún ejemplo) y hay directores que han hecho del arte de
elegir bien sus canciones sus propias banderas. No sería de extrañar que
autores como Quentin Tarantino o Peter Gunn escribiesen sus guiones comenzando
por la selección musical y el genial Edgar Wright ha sido el último en subirse
al carro.
En
Baby driver, su última película, las
canciones son parte fundamental de la trama, integradas en el argumento con más
habilidad aún que en Los Guardianes de la Galaxia y su secuela y con un gusto bastante menos irregular que el del creador
de Pulp Fiction. Baby driver no es un musical, desde luego, pero poco le falta.
Escenas como la del protagonista tecleando un piano invisible mientras le
cuentan el plan de un atraco o el plano secuencia que lo sigue por la calle
cuando va a por café son dos claros ejemplos de las intenciones de Wright de
conseguir una comunión perfecta entre el personaje y sus referentes melómanos,
convirtiendo las canciones en algo tan básico para él como el comer.
Visualmente,
Baby driver puede parecer seguir los
esquemas básicos de las películas de atracos, recordando en su punto de partida
a las bandas perfectamente organizadas como las de Oceans Eleven o Ahora me ves,
pero mientras en aquellos casos se trataban de un grupo que termina
convirtiéndose en amigos aquí está bien claro desde el principio que cada uno
vuela por su cuenta, y solo la presencia de Doc (Kevin Spacey) logra a duras
penas mantenerlos a raya. En un conjunto de desquiciados perdedores, ambiciosos
y perturbados, Baby es un chico atrapado en un mundo que no es el suyo,
arrinconado por los fantasmas de su pasado y por una serie de malas decisiones
que lo perseguirán para siempre. Es tímido y reservado, casi como el Ryan
Gosling de Driver (otra peli de un
conductor donde la música era muy importante, aunque en las antípodas -en todos
los sentidos- de esta), pero que cuando se pone al volante podría dejar en
ridículo a los Torete y compañía de Fast & Furious.
Y cuando conoce a Debora parece que el amor va a poder entrar en su vida y que va a conseguir escapar de lo que es ahora. Parece…
Y cuando conoce a Debora parece que el amor va a poder entrar en su vida y que va a conseguir escapar de lo que es ahora. Parece…
Aunque
algo alejado del humor absurdo y frenético de la llamada “trilogía del
cornetto”, están en Baby Driver
algunas de las señas de identidad de Wright, mucho más comedido en el aspecto
surrealista que en el caso de Scott
Pilgrim, pero sin perder (quizá incluso incrementando) su potencia visual.
Esta podría ser la mejor muestra del talento narrativo de Wright, que consigue
exprimir al máximo a sus actores (sorprendente Ansel Elgort, capaz de alternar
momentos de desquiciante pasividad con excesos interpretativos al ritmo de su
música), y hasta Jimmy Foxx, muy desaprovechado en alguna de sus últimas
películas, como Amazing Spider-man 2
o Noche de Venganza, está estupendo.
Puestos
a ponerse puntillosos, quizá se podría criticar algo del recurso fácil empleado
para confeccionar la escena final, pero es pecatta
minuta para un film repleto de buen humor, acción desenfrenada y
espectaculares escenas de persecuciones callejeras. Wright, tras el desengaño
con Marvel que le llevó a abandonar Ant-man,
ha tenido plena libertad para hacer “su” película, y el director ha sabido
recompensar esa confianza pariendo una gran obra, un relato violento y oscuro
que se disfruta con una sonrisa e invita al optimismo.
Quizá
sea injusto juzgar a una película por su banda sonora (al final, no es tan
complicado hacer una buena selección musical). El mérito real está en saber
vincularla tan magníficamente en la acción. Y en ese aspecto, Wright ha
demostrado ser un maestro.
Valoración:
Ocho sobre diez.
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