En
un espacio breve de tiempo, a Dios gracias, se ha estrenado comercialmente la
película ganadora en el pasado Festival de Sitges y que no tuve la oportunidad
de ver in situ.
Dejando
de lado la controversia sobre si efectivamente fue la mejor del festival o no,
lo cierto es que el título de Mike Cahill (guionista y director) es una
interesante apuesta que, como su película anterior, Otra tierra, apuesta por una inteligente mezcla entre una historia
aparentemente muy convencional con teorías sesudas de carácter científico que
invitan a la reflexión (chúpate esa, Christopher Nolan).
Orígenes arranca con una extraña sensación de ambigüedad, con
una historia tan interesante como sencilla sobre el amor compulsivo y casi
irracional entre un científico molecular empeñado en demostrar la no existencia
de Dios a través del estudio del iris del ojo humano, Ian, y una modelo de hermosos ojos y fuertes
creencias espirituales, Sofi. Es posible que el espectador se sienta algo
desorientado ante la aparente supercialidad del invento, a medio camino entre
el romance más simplón y las películas de experimentación genética de serie B
de los ochenta, ya que uno de los objetivos principales de Ian, acompañado por
su colega Kenny (el Glenn de Walking dead)
y su becaria Karen (Brit Marling, vieja amiga del director y protagonista por
tanto de Otra Tierra), es conseguir
dotar de visión a una especie animal carente de ojos. Pero ya durante esta
aparente sencillez se vislumbra la ironía del enfrentamiento entre las
doctrinas de Ian, ya que resulta chocante que un científico obsesionado con
demostrarlo todo mediante pruebas irrefutables para aceptar su existencia
termine rendido ante el fenómeno conocido como “flechazo”, un amor a primera
vista, esta vez en el sentido más literal de la expresión, ya que su entrega
obsesiva y apasionada hacia Sofi se produce habiendo visto de ella tan solo sus
ojos. Ayuda sobremanera la química existente entre Michael Pitt (perfecto en el
papel de científico soso y algo introvertido) y Astrid Bergès-Frisbey, que aúna
la belleza juvenil y despreocupada con la profundidad de sus pensamientos y su
misticismo contagioso.
Es
entonces, en medio de una simpática pero algo edulcorada historia de amor,
cuando Cahill demuestra sus cartas con una escena brutal que nos oprime el
corazón, dejándonos casi sin aliento y tan acongojados que no seremos capaz, al
igual que los protagonistas, de digerir el inesperado giro argumental hasta más
allá de la finalización de la película.
Es
importante no explicar nada más del argumento a partir de ahora, pues Cahill
juega a dirigir nuestras ideas y sentimientos a su antojo, pero sí me gustaría
destacar la brillantez (más allá de la postura de cada uno y su atisbo de
alegato final) del debate que propone alrededor de la existencia de Dios,
siendo Ian el más firme defensor de la ciencia con argumentos tan validos como
convincentes pero cuyo destino se encargará de ponerle suficientes dudas en su
camino.
Cahill
nos ofrece una historia romántica y apasionada en dos épocas diferentes que, de
manera tranquila y sosegada, nos invita a plantearnos nuestras propias
conclusiones, y con un discurso científico de fondo de fácil comprensión y con
el desafío (tan teóricamente imposible como arrebatadoramente poético) de
encontrar dos pares ojos exactamente iguales en el mundo.
Con
muy buenas interpretaciones (quizá Marling es, precisamente, la más perdida de
la función, puede que por estar más interesada en colaborar con su amigo Cahill
que por identificarse con su personaje), la película enamora y duele por igual,
siendo capaz de contagiarnos del querer entre Ian y Sofi o de embarcarnos en
esa búsqueda imposible (o cuanto menos improbable) alrededor del mundo. Y eso,
para una película con vocación de ciencia ficción de corte independiente (en
algo me recuerda a Coherence, aunque
argumentalmente no tengan nada que ver), es muy meritorio.
La
eterna pugna entre ciencia y religión desde otro punto de vista.
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