Me
resulta enormemente complejo definir esta película. No encuentro palabras para
ello. O quizá sea al revés, quizá encuentro demasiadas, algunas de ellas
aparentemente opuestas entre sí.
Divertida,
excesiva, extrema, desquiciante, horrible, genial, desagradable, demoledora,
hilarante, sórdida, soez…
Todo
ello es Filth, la historia de un
policía dispuesto a hacer todo lo posible por conseguir un ascenso. Bruce Robertson,
el protagonista, es un ser miserable, alcohólico, drogadicto, crápula, taimado
y traicionero, casi como una versión británica (escocesa para más señas) de
nuestro castizo Torrente, un
verdadero cerdo, en pocas palabras. Pero a la vez tiene un aurea de seductor
que atrapa, que te obliga a admirarlo e incluso envidiarlo, como si el
espectador deseara mimetizarse en él y conseguir su magnetismo creyendo que
podría mantener su lado oscuro, su faceta más viciosa a buen recaudo.
La
película arranca presentándonos a su mujer, Carol, atractiva y seductora, que
rompiendo la cuarta pared (el propio Bruce lo hace constantemente, sobre todo
para mirarnos directamente a los ojos y hechizarnos) nos explica de forma
ambigua, confusa y perturbadora los secretos de su felicidad conyugal.
Inmediatamente
pasamos a conocer la vital importancia que para ese matrimonio es el ascenso de
Bruce, la consecución del poder a cualquier precio, y se nos muestra a un joven
atractivo, ambicioso y emprendedor al que, poco a poco, iremos descubriendo con
asco y horror su lado más perturbador y desagradable. No en vano el título del
film, Filth, es inmundicia en
español.
Llega
un momento, desde luego, que la caída a los infiernos de este personaje carece
de frenos. Es entonces cuando el guion (que parte de una novela de Irvine Welsh
que al parecer es aún más degradante que la película) se apiada de Bruce y nos
ofrece alguna pincelada de su pasado que nos invita a pensar que hay una
tragedia que motiva su forma de ser y actuar, no justificándolo pero sí al
menos edulcorándolo levemente. Pero ello no sería suficiente para evitar que odiásemos
a muerte a un tipo que no duda en
acostarse (y humillar) a la mujer de un compañero, acosar a la esposa de su
mejor (o único) amigo y terminar incriminándolo a él, enfrentar a sus
compañeros entre ellos o desafiar abiertamente a una superiora por el simple
hecho de ser mujer de no ser por un elemento clave en la película: James
McAvoy.
Este
joven actor escoces ya había demostrado con anterioridad sus grandes dotes de interpretación
en paleles tan dispares como el profesor Xabier de los X-men, el atormentado protagonista de Trance o el enamorado de Eleanor Rigby, pero aquí logra superarse a
sí mismo y hacerse suyo un personaje difícil, consiguiendo encandilarnos con su
mirada y pasar del dolor a la depravación en un parpadeo, con una sonrisa de
lobo con piel de cordero que enternece y aterra a la vez.
James
McAvoy es el alma de Filth, por más
que esté rodeado de un plantel de grandes secundarios como Jamie Bell, Eddie
Marsan, Imogen Poots o John Sessions, y cuando el desquiciado montaje a ritmo
de magníficos temas musicales amenaza con desbordarse él, con su carisma y
magnetismo, solventa la papeleta.
Filth es una de esas pequeñas joyas que de tanto en tanto nos ofrece el cine
británico y que todo el mundo debería ver. Quizá alguno me haga caso y termine
odiándome por ello, pues la desazón que provoca en algunos momentos es notable,
pero terminará dejando poso y. si dejan los prejuicios en la puerta,
disfrutarán con su sentido del humor punzante y su sorprendente y revelador
giro argumental.
Filth es toda una experiencia cinematográfica, por su seductor arranque, su orgía
de sexo y drogas, su bestial banda sonora, su hipnótica fotografía, su montaje
desconcertador, sus créditos finales y, sobre todo, por McCavoy y, para bien o para mal, es de obligado visionado.
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