El foco de la infección estaba situado cerca de Barcelona, pero las vías de comunicación provocaron que se propagara de manera casi inmediata a Madrid y otras capitales importantes. En menos de veinticuatro horas, Londres y París rozaban el caos y apenas un día más tarde el impacto alcanzó al otro lado del charco.
De todo esto se enteró Andrés Mercader a través de los medios de comunicación. En las primeras horas de la epidemia la información era confusa y contradictoria, y había que estudiar diversos canales para contrastar las noticias y saber diferenciar la verdad y la mentira. Como siempre, los ataques al gobierno por parte de la oposición llegaban más rápido que las soluciones y el país entero se vio sumido en un caos informativo del que parecía imposible salir.
Andrés tenía buenos amigos tanto en Cataluña como en Madrid, y pese a que las líneas telefónicas parecían seguir funcionales, los problemas de cobertura dificultaban poder saber de ellos. La maldición de vivir en el fin del mundo, se había quejado en ciertas ocasiones, no sin cierto deje de amargura. No es como si viviese en Finisterre, por supuesto, pero A Coruña estaba suficientemente aislada de todo como para sentirse un extranjero en su propio país. Sin embargo, en ese maldito caso en concreto, la distancia parecía una bendición. Las quejas habituales por los pocos servicios de AVE o la falta de mejoras en el aeropuerto de A Coruña se habían transformado ahora en un escudo para ralentizar la llegada de esa extraña epidemia que amenazaba con devorar todo el país y de la que nadie parecía saber nada a ciencia cierta. Ello provocó que, por una vez, las autoridades se mostrasen más raudas de lo habitual, y ante la falta de unas medidas de prevención más efectivas se había decretado el estado de alarma, lo que implicaba un confinamiento casi total en toda la comunidad autónoma. Las primeras directrices hablaban de salir a la calle tan solo para comprar alimentos y artículos de primera necesidad y la mayoría de gallegos habían recibido notificaciones informando de que no debían presentarse a su puesto de trabajo hasta nuevo aviso.
Andrés era un hombre de calle, de matar las horas del domingo en bares con aroma a cerveza y pasear frente al mar, marisco en mano, pero también tenía una cierta propensión a la paranoia, y apenas escuchar los primeros rumores sobre el virus había tomado la decisión de encerrarse en su casa y no tener contacto con el mundo exterior más que por el escueto balcón que daba a la calle Nicaragua.
Con la televisión permanentemente encendida y pendiente de su teléfono móvil, donde de vez en cuando le llegaban noticias familiares, perdidas entre la avalancha de chistes y vídeos musicales que él tanto odiaba, Andrés realizó un plan mental en previsión de que, como todo parecía indicar, la cosa fuera para largo. Lo primero era asegurarse estar bien abastecido, y mientras la gente se dejaba llevar por el pánico y acudía en masa a los supermercados él apostó por la seguridad y realizó un pedido por Internet mucho más generoso de lo que solía ser habitual en él. Se aseguró de cargar la despensa de perecederos, hizo un cálculo de cómo podía reubicar los productos en el congelador para conseguir la máxima capacidad y destinó uno de los armarios donde solía amontonar piezas de batería de cocina que nunca utilizaba como alacena improvisada. También hizo acopio de agua embotellada, pese a que la del grifo tenía buen sabor, no sea que en algún momento se les ocurriese cortar el suministro, pero de lo que sí se aseguró era de no hacer corto con las cervezas y otras bebidas alcohólicas. Con esa compra calculó que podía pasar varias semanas sin salir de casa, a no ser que se decidiera a arriesgarse en busca de algún capricho ocasional. Dado que vivía solo no sentía ninguna necesidad especial, pero quizá influenciado por esa tendencia general que rozaba el ridículo, compró también papel higiénico suficiente como para asegurarse un culo limpio para lo que quedaba de año.
Una vez hecha la compra, mientras esperaba a que llegara el reparto, echó un vistazo para comprobar que el comercio por Internet seguía funcionando. Entró en la Web de Amazon y dudó sobre si dejarse llevar por el pánico que empezaba a extenderse por las calles o actuar con cautela. Por ahora no había incidencias en los repartos, pero no sabía hasta cuando duraría la tranquilidad, pero tampoco deseaba tener un gasto descomunal con objetos inútiles que no querría para nada si luego la cosa resultaba no ser para tanto. Terminó por decidirse por comprar un hornillo eléctrico por si había problemas con el gas, unas baterías para el móvil y el portátil por si fallaba la luz y un par de libros a los que había echado el ojo tiempo atrás y cuya compra llevaba demasiado tiempo postergando.
Le quedaba el tema del tabaco, pero un primo suyo iba muy a menudo a Andorra por temas de trabajo y siempre le traía un par o tres de cartones, por lo que de momento tenía reservas suficientes.
Complacido por su buena previsión, salió a la diminuta terraza roja que asomaba de un edificio feo y envejecido, y se encendió un pitillo al fresco de la mañana mientas contemplaba las bandadas de vecinos que corrían arriba y abajo como hormigas desorientadas en un día de lluvia.
La jornada terminó con la despensa llena y relativa tranquilidad en las calles, aunque al día siguiente se despertó algo inquieto por el sonido de las sirenas que resonaban en la distancia. Protegido por una bata bastante gruesa se armó de un café bien cargado y su paquete de tabaco y regresó al balcón a contemplar el panorama mientras esperaba que el televisor ofreciera las primeras noticias del día.
Cuando comprobó que una de esas noticias versaba sobre el debate acerca de si convenía suspender la liga de fútbol o no, se sintió algo ridículo. Quizá se había dejado llevar por la paranoia y había exagerado en sus medidas de previsión, pero no había vivido nunca una situación de confinamiento y el simple hecho de levantarse un lunes por la mañana y no tener que ir a trabajar ya le parecía una anomalía importante. Al principio, no notó una diferencia abismal con otro lunes cualquiera, quizá algo menos de tráfico, pero las calles estaban más o menos igual de pobladas que cualquier otro laborable. Ancianos paseando tranquilamente, chavales que aprovechaban la cancelación de las clases para dar un garbeo por el barrio, vecinos paseando a sus perros… Sin embargo, a eso de las doce del mediodía, varios coches patrulla de la policía empezaron a recorrer toda la zona, haciendo sonar sus sirenas y forzando a la gente a regresar a sus hogares. Incluso empezó a recibir algún que otro video por wasap con alguna detención por desafiar a la autoridad. Siguió pensando que podía haber hecho un poco el ridículo, pero si las autoridades habían decretado el confinamiento, tampoco era como para tomárselo a la ligera, ¿no?
Por la tarde, los noticieros ya presentaban un estado de alarma más preocupante. Llegaban noticias de que Cataluña y Madrid habían sido aisladas del resto del país y todas las vías de comunicación estaban cortadas. Y poco antes de caer la noche hubo algún canal que, directamente, dejó de retransmitir.
A la hora en que llegó el repartidor de Amazon las calles ya estaban prácticamente desiertas. Un joven de origen africano dejó las cajas en su rellano con cierto aire de nerviosismo y se marchó a toda prisa, olvidando pedirle algún tipo de identificación. Apenas hubo cerrado la puerta, Andrés regresó a su puesto de vigilancia en el balcón a tiempo para ver al joven regresar a su furgoneta y ponerse en marcha dirección al parque de Santa Margarita, pero antes de abandonar la calle Nicaragua se estampó contra un turismo que venía en dirección contraria y ambos vehículos quedaron bloqueando la vía. El africano bajó de la furgoneta con aspecto indignado, pero el conductor del turismo lo ignoró, echando a correr como alma que lleva el diablo. El repartidor se quedó mirándolo desde mitad de la calzada, con los brazos en jarras, indignado, y cuando aparecieron dos tipos por detrás del vehículo siniestrado el moro se les acercó, posiblemente para pedir su colaboración como testigos del accidente. Desde su posición, Andrés tuvo una perspectiva perfecta del salvaje ataque de los dos desconocidos, que se lanzaron sobre el repartidor como si fuese su peor enemigo y lo agredieron salvajemente a base de mordiscos y manotazos. Andrés pudo oír desde allí los gritos de dolor del pobre desdichado, pero estos apenas duraron unos segundos. Tras ese momento de terror, el atacado se puso en pie con sorprendente calma y, empapadas las ropas de su propia sangre, comenzó a deambular por la calle junto a los dos agresores, con un paso lento y cansino y la mirada perdida.
Los canales de televisión que seguían retransmitiendo continuaban hablando, simplemente, de un virus, pero parecía claro que se estaban callando algo mucho más gordo. Fue Internet quien corrió el rumor de una epidemia zombi, y aunque a Andrés, que ni siquiera le gustaban las películas de terror, la idea le parecía bastante estúpida, cuando uno de sus contactos le hizo llegar la dirección de un blog en el que un tipo aseguraba haber vivido en primera persona el comienzo de la epidemia y trataba de dar algunos consejos para enfrentarse a la pesadilla no pudo dejar de leerlo. Algo tenia de hipnótico el relato, que no iba firmado, que mantuvo a Andrés despierto varias horas, repasándolo una y otra vez.
La siguiente mañana amaneció ya con la oficialidad de que estaban ante una epidemia de muertos vivientes. El blog se había vuelto viral (el Profeta, llamaban a su autor) y el wasap estaba inundado de videos de supuestos zombis al que habían añadido como fondo la música de Thriller para crear más ambiente. Había también muchos que mostraban a muertos ensangrentados caminando torpemente por calles desoladas con música de bachata o reguetón y una burda edición simulaba que el resucitado bailara al ritmo de la música al caminar. Hasta se llegó poner de moda en Instagram en las escasas horas hasta que la situación se fue completamente de madre, hacerse un selfi con uno de esos monstruos detrás.
Andrés no había decidido todavía si creer en el concepto del muerto viviente o no, por más que había visto varios ataques ya desde su propio balcón. Decidió, por el momento, concentrarse en sobrellevar lo mejor posible el confinamiento. Aunque llevaba años viviendo solo, era una persona especialmente social, y la idea de pasar varios días (semanas, decían las últimas informaciones) encerrado no le hacía demasiada gracia. Sin embargo, parecía evidente que las cosas fuera estaban muy jodidas, así que tendría que hacer de tripas corazón y olvidarse de sus paseos dominicales, sus quedadas con los colegas del dominó y su compra diaria del Marca. Al fin de cuentas, ya habían confirmado que se suspendía la liga, así que tampoco es que hubiese demasiadas noticias.
Y entonces fue cuando un nuevo golpe de realidad lo sacudió. En estos casos, el golpe de realidad suele venir acompañado de víctimas mortales, y si son víctimas mortales a las que poner cara y nombre, mucho mejor. Si la noticia con la que se hubiese abierto el informativo especial que TVE ofrecía a media tarde hubiese sido que la cifra de muertos por el virus en algún recóndito país en medio de África ascendía a dos millones de negritos no hubiese impactado demasiado. Pero ver una imagen fija de Cristiano Ronaldo con un lazo negro en la esquina superior derecha de la pantalla ya era otra cosa. Al parecer, la epidemia había llegado ya hasta Italia y le había sorprendido en la costa Amalfitana, recién llegado en su yate privado. Pronto a Andrés empezaron a saltarle alarmas en el móvil con videos retuiteados por la gente en la que aparecía una silueta borrosa que se suponía era el futbolista devorando a alguien, aunque ninguno tenía una imagen lo suficientemente clara como para poderlo asegurar.
Sea como fuere, era la primera víctima famosa asociada al virus, y eso hacía encender ya todas las alarmas. Así puede ser la estupidez humana, pensó Andrés. El gobierno te obliga a quedarte en casa y te dejan sin trabajo y no pasa nada por sacar a pasear al perro o darse un paseo por el barrio, pero cuando una estrella del fútbol cae, uno toma consciencia de su propia vulnerabilidad y te entran todos los miedos.
Una nueva cadena de wasaps le avisó de que a las ocho de la noche se había organizado una concentración improvisada en todas las ventanas, balcones y terrazas de la ciudad para dar ánimos a los familiares de las primeras víctimas y soporte a los que se tenían que enfrentar a la enfermedad pese al confinamiento, tales como enfermeros, comerciantes o fuerzas del orden. De hecho, por alguna caprichosa casualidad del destino, la policía había pasado de ser los malos de la peli y blancos habituales de burlas y desprecios, a héroes anónimos a los que se aplaudía y vitoreaba cada vez que un coche patrulla pasaba por su calle.
La idea del homenaje se propagó durante los siguientes días, convirtiéndose casi en un motivo de fiesta. Cuando estás encerrado en tu propia casa en la soledad más absoluta, cualquier excusa es buena para armar un poco de jaleo. La siguiente noche hubo un estruendo de aplausos y alguien sacó un equipo de música para aumentar el ambiente. Tras un momento verdaderamente emotivo la jarana embargó a los vecinos confinados y se pudieron escuchar el sonido de vasos de cubalibres y brindis entre vecinos que apenas se saludaban cuando el ascensor los juntaba.
Pronto, esos minutos de comunión vecinal se convirtieron en el momento favorito del día para Andrés, que había descubierto que cuando tienes todo el tiempo del mundo esa novela que te morías por leer cuando no sabías de donde sacar tiempo ya no era tan interesante. Netflix seguía funcionando, así como otras plataformas de streaming, pero de repente ese centenar de series que se acumulaba en la lista de favoritos parecían haber perdido el interés. Solo cuando salía al balcón, cerveza en mano, Andrés podía recordar lo que era formar parte de una sociedad y sus gritos eran de los más entusiastas de la calle.
Sin embargo, ese instante de desconexión tampoco duró demasiado. Al tercer día los gritos de ánimo habían descendido hasta un tercio con respecto a la primera noche y la música había desaparecido del ambiente. Alguien le dijo, desde una ventana cercana, a voz de grito, que el tipo del equipo musical había fallecido a media noche. Quizá fuese solo un bulo, como sin duda lo podrían ser los zombis que habían invadido ya abiertamente Internet, pero el caso es que el pesimismo se empezó a extender a su alrededor.
El quinto día de confinamiento, Andrés habló por última vez con su madre. Le dijo, preocupada, que su padre había salido a comprar al colmado de la esquina hacía ya dos horas y que aún no había regresado. Andrés trató de calmarla, aduciendo que sin duda había encontrado mucha cola. Estaban a un paso de que volviesen los racionamientos, como en época de guerra, y lo que antes era un simple paseo al súper parecía haberse convertido en una odisea. Se llegó a plantear el ir hasta casa de sus viejos, que a fin de cuentas estaba a pocas manzanas de allí, pero las cosas se habían complicado mucho en las calles. Ahora, el ejercito había ocupado el lugar de la policía (o lo que quedaba de él) y se rumoreaba que cuando encontraban a alguien caminando por la calle ya no lo detenían, sino que le disparaban directamente. Todo eso a Andrés le parecía más propio de una película americana que de su A Coruña natal, pero, por si las moscas, decidió respetar el confinamiento. Tranquilizó como pudo a su madre y le pidió que no se moviese de casa hasta tener noticias del marido. Con la promesa de que le llamaría en cuanto supiera algo se despidieron, pero esa llamada nunca se realizó y Andrés jamás llegó a conocer el destino de sus progenitores.
Esa noche salió al balcón a aplaudir, como las noches anteriores, pero apenas cuatro gatos le devolvieron el saludo. Era una noche fría y aunque no llovía la humedad calaba los huesos, pero él no se resignó a perder sus cinco minutos de libertad diarios, así que abrió su cerveza, encendió un cigarrillo y se abrochó el abrigo mientras contemplaba la desolada calle.
— ¿Te sobra uno, vecino?
Andrés se inclinó sobre su barandilla y miró a la izquierda en busca del origen de la voz. En el bloque de al lado, una planta más abajo, una joven asomaba más de medio cuerpo por una estrecha ventanuela de marco de aluminio intentando captar su atención. Por un momento, Andrés temió que perdiese el equilibrio y se precipitase al vacío. Se apoyó sobre la puntilla de los pies para asomarse más y le ofreció una sonrisa, ignorando si la escasa luz de las farolas de la calle le permitirían verla. Alzó la mano para mostrarle el paquete.
— Cuando decretaron el confinamiento pensé que sería cosa de un par de días y he hecho corto de reservas — le explicó con voz dulce.
Andrés le indicó con el dedo que esperase un momento y entró en la casa, donde comprobó el interior de uno de los armarios del comedor. Contó cuatro cartones sin empezar y abrió uno de ellos, del que sacó dos cajetillas.
— Si esto dura mucho — dijo a la desconocida cuando regresó al exterior— podría ser un buen momento para dejar de fumar. ¿Podrás cogerlos?
Hizo un movimiento con la mano para que ella viese bien el paquete y se lo lanzó. La chica tuvo que estirarse un poco más, moviendo cómicamente los brazos en el aire como si estuviera espantando moscas, y Andrés pensó que la cajetilla se le escurriría entre las manos. Le vino a la mente esas imágenes de los goles más ridículos que daban los domingos por la noche tras los resúmenes deportivos. Sin embargo, la chica logró hacerse con el valioso regalo.
— Ahí va otro. Cuando todo esto termine me invitas a unos pelotazos y estamos en paz.
Repitió la jugada, pero esta vez la muchacha sí erró en la parada y la cajetilla de tabaco cayó a la calle.
— Mierda — exclamó ella, que ya tenía un cigarrillo entre los labios.
Ambos contemplaron el puntito blanco en que se había convertido el paquete, una mancha en medio de una calle vacía y solitaria. Sin embargo, en estos tiempos las cosas no son lo que parecen y el suave sonido del paquete contra el suelo sirvió para despertar a las sombras. Dos hombres que habían pasado inadvertidos hasta ahora para Andrés y su nueva amiga se acercaron con paso lento, casi chocando entre ellos, mirando el objeto con curiosidad.
— ¡Eh! ¿Me lo pueden lanzar aquí arriba, por favor?
La chica lo pidió con toda la amabilidad de la que era capaz, pero los hombres se limitaron a alzar la cabeza y levantar las manos hacia ella, como si creyesen que con solo desearlo la pudiesen alcanzar. Le dijeron algo, pero desde esa distancia Andrés no logró entenderlo. Ni siquiera podía afirmar si se trataba de algún lenguaje coherente o si eran meros sonidos guturales.
— Creo que están infectados — dijo a la chica.
— ¿Te crees eso que dicen en internet sobre los zombis?
— En estos días ya no sé lo que me creo y lo que no, pero por si acaso, prométeme que no vas a bajar a tratar de recuperarlo. Cuando se te acabe el paquete que tienes ya buscaremos la manera de pasarte otro sin riesgo de que caiga al vacío.
La joven asintió y, tras una calada de su cigarro, le ofreció una bonita sonrisa. Tenía los labios pintados de rojo carmesí y un hilo de humo afloró entre ellos.
— ¿Siempre te maquillas para estar en casa? — preguntó Andrés, deseoso de alargar el encuentro. Era la primera vez en días que podía hablar cara a cara — o algo parecido— con una persona y no le apetecía volver tan pronto a la soledad de su piso, aunque la diferencia de altura y el frío hacían incómoda la conversación.
— Hoy me he maquillado y desmaquillado ya como cuatro veces. Este encierro me tiene de los nervios. Ya no sé qué ver en Netflix, he limpiado toda la casa, incluso los armarios de la cocina por dentro, y he probado un montón de ejercicios nuevos siguiendo los consejos de mis influencers preferidas, pero a veces parece que el tiempo no pase. Y encima sin tabaco… Me llamo Rosa, por cierto.
— Encantado. Yo soy Andrés. Y entiendo lo que dices, yo se siento más o menos igual. Me pregunto cómo se las apañará el resto de la gente para resistir y no salir a la calle.
Casi a modo de respuesta, un sonido de gemidos resonó en el piso de al lado al suyo, el que estaba directamente encima de Rosa. Agudizaron el oído y estallaron en una carcajada cuando no les quedó la menor duda de que estaban escuchando a una pareja practicando sexo. Sin duda, una buena manera de superar el confinamiento, se dijo. Y fantaseó por un momento con lo interesante que habría sido que esa tal Rosa hubiese estado en su mismo edificio y pudiese llegar a ella sin necesidad de salir a la calle.
Alargaron unos minutos más la conversación y el frío terminó por imponer la retirada.
De nuevo atrapado por la misma rutina de siempre, Andrés navegó por los distintos canales que quedaban operativos y terminó por iniciar un nuevo maratón seriéfilo en espera a que el sueño lo venciera. Antes de acostarse echó un vistazo a su despensa y empezó a temer que, pese a sus precauciones, quizá debería ver si era posible hacer otro pedido al supermercado, aunque lo cierto es que lo dudaba bastante.
Por la mañana siguiente, apenas levantarse, Andrés fue a buscar su libreta de notas. Era una idea que se le había ocurrido hacía un par de noches, buscando desesperadamente por televisión algo que le motivara para ver. Simplemente consistía en tener siempre un bloc a su alcance y cada vez que se le ocurriese algo para hacer lo ver lo anotaría. Algo así como una lista de deseos de Amazon, pero para promover su propio entretenimiento. Ese era el sexto día de confinamiento, y eso le había llevado a pensar en la película sobre clones de Schwarzenegger, así que apuntó en su libreta: Hacer maratón de películas de Schwarzie. Se preguntó qué pasaría con las películas que descargara de la aplicación de Netflix o HBO para poder ver sin estar conectado a Internet. ¿Seguirán ahí cuando caigan los servidores? Esperaba no tener que llegar a comprobarlo, pero no estaba demasiado seguro de ello…
Desayunó tratando de controlarse. Se estaba acostumbrando a levantarse tarde y si se hinchaba terminaba cayendo en un proceso en cadena que lo llevaba a comer a las cuatro de la tarde y a cenar casi de madrugada, así que se había propuesto tratar de recuperar la rutina habitual, horarios de comida incluidos. De manera que se conformó con una taza de café enorme y un cruasán. ¡Quién te ha visto y quién te ve!, se dijo a sí mismo, recordando la de veces que había criticado él la bollería industrial.
Todavía en pijama se protegió con una bata y salió a fumar a la terraza. Viviendo solo como era su caso no tenía problemas en fumar dentro de casa, pero la idea de que le diese un poco de aire fresco en el rostro era una burda excusa para probar suerte a ver si por casualidad volvía a coincidir con Rosa. En lugar de eso, fue una voz de hombre la que lo saludó.
— Buenos días, vecino. Andrés, ¿verdad?
Esta vez la conversación venía promovida de su mismo edificio, en el piso de abajo. Se tratada de un bajo, por lo que en lugar de tener un balconcito como el suyo tenía una terraza algo más amplia. No era ninguna maravilla, apenas dos metros cuadrados, pero suficiente para poner en ella una mesita y dos sillas, una de las cuales ocupaba un hombre entrado en la cincuentena. Al sobresalir la terraza más que el balcón, Andrés podía verlo con facilidad. Era una de esas personas que parecen negarse a crecer, un rockero incombustible con complejo de Peter pan. Tenía el cabello largo, aunque con notables entradas sobre la frente, con tono cenizo. Vestía una camiseta negra con el logotipo de AC/DC y unos tejanos ajustados y fumaba un porro cuyo aroma a maría llegaba con claridad hasta Andrés. Creía haberse encontrado con él en alguna ocasión en los buzones, pero apenas lo recordaba.
— Anoche estaba aquí fuera, fumando un peta tras los aplausos, pero ya veo que no reparaste en mí. No te lo reprocho, vecino, tiene un buen polvo, la Rosa esa.
Andrés lo contempló con escepticismo.
— ¿Estabas aquí anoche? — preguntó.
— Sí, pero me dio la sensación de que se estaba creando magia entre vosotros y no quise interrumpir. ¿Cómo llevas el encierro?
Andrés se encogió de hombros.
— ¿Vives solo? — le preguntó—
— Con la parienta. Pero hace tres días se fue a por tabaco y no ha regresado aún. Todo un clásico, ¿eh? O bien se la han zumbado los infectados esos o por fin le ha echado huevos y ha encontrado la excusa perfecta para dejarme. En cualquier caso, el resultado final es el mismo, ¿no es cierto?
Andrés volvió a encogerse de hombros, sin saber bien qué responder.
El heavy venido a menos le mostró tres latas de cerveza que tenía unidas aún por las anillas de plástico.
— ¿Quieres?
Andrés consultó su reloj de pulsera. Eran las doce de la mañana y así se lo hizo saber.
— El mundo se ha ido a la mierda. Los horarios también.
Se puso en pie y lanzó una de las cervezas hacia arriba. Andrés la cogió con facilidad y, olvidando su cruasán a medio comer, la abrió e hizo con ella le gesto de brindar. El tipo de abajo se cogió otra para sí mismo y devolvió el saludo.
— Me llamo Paco, aunque los amigos me llaman «el Chapas», vete tú a saber por qué.
— Me alegro de ver que aún quedamos algunos que nos atrevemos a asomarnos afuera. Supongo que será por el frío. Está siendo un octubre duro.
Paco se puso en pie y miró con tristeza hacia la calle. Era un día de cielo plomizo y húmedo y la vía tenía un color gris que solo invitaba al desaliento. No se veía a nadie fuera de sus casas y las sirenas que se habían convertido en la banda sonora del confinamiento eran ya escasas y sonaban muy lejanas.
— ¿Tú crees? Mi teoría es que no queda apenas gente viva. Este maldito virus está arrasando con todo.
— ¿Crees en eso de los zombis?
— ¿Acaso importa lo que un pobre desgraciado como yo crea? He visto cosas que no consigo comprender, eso sí lo sé. Si son zombis o enfermos enloquecidos por el dolor, eso ya no te lo puedo decir. Supongo que habrás leído el blog del chalado ese, ¿no? El Profeta, lo llaman.
— — Sí, y hasta ayer me inundaban el móvil con memes sobre él y sus historias en la SECA.
— Ya ves. Ni siquiera queda gente para seguir haciendo memes. No sé si será cierto algo de lo que cuenta o será un oportunista con aspiraciones literarias que se lo ha inventado todo para darse a conocer, pero ya que no tenemos fútbol, al menos es una lectura entretenida. Y casi es de agradecer. Lo del fútbol, digo. El Depor estaba haciendo una mierda de temporada.
Continuaron hablando largo y tendido sobre todo un poco, desde deportes hasta música. Andrés se dio cuenta de que el confinamiento ayudaba a unir a las personas. Seguramente si antes de que empezara todo se hubiese cruzado con ese tipo por la calle se habría cambiado de acera, mientras que Rosa seguramente ni le hubiera dirigido la palabra. La soledad y el aislamiento los despojaba de prejuicios y, al final, las diferencias que pudiera haber entre ellos eran derrotadas por aquello que tenían en común: la supervivencia.
Se retiraron a sus respectivas casas para comer y Andrés pasó la tarde tirado en el sofá, mirando la tele y tratando de olvidar el pesimismo que su vecino de abajo le había introducido en el alma. Buscó su libreta y comenzó una lista nueva, la de cosas que no había hecho y le gustaría hacer cuando todo esto terminara. Lo pensó unos instantes y escribió:
Tirarme en paracaídas.
Hacer rafting.
Probar la comida india.
Viajar a Nueva York.
Contempló la hoja escrita, reflexionó unos instantes, y añadió un nuevo concepto:
Hacer un amigo.
Dejó la libreta a un lado en espera de nuevas ocurrencias y terminó tirado en el sofá, bebiendo más cerveza y empezando una serie nueva, una de esas que no encajaban para nada en su perfil y a la que, en circunstancias normales, no se habría acercado ni loco. Quedó medio adormecido en el quinto episodio y casi se le pasa la hora de los aplausos. Esa noche eran ya tan escasos que desde dentro de casa no los habría podido oír, pero se negaba a abandonar esa escasa rutina de libertad. Ya ni recordaba a qué aplaudían, pero eso era ya lo de menos.
Cuando salió se encontró con Rosa ya esperándolo. Ambos miraron desde sus respectivos huecos en la pared hacia el suelo y comprobaron que el paquete de tabaco seguía allí, esperándolos. Andrés vio a Paco salir a su terraza y realizó las presentaciones oportunas, de manera que su nuevo grupo de amigos había ascendido oficialmente a tres. Pasaron unas horas luchando contra el frío charlando de esto y de aquello, improvisando canciones o incluso jugando a estupideces como el Veo Veo. El ridículo está claramente reñido con la monotonía, y cuando una aparecía el otro se esfumaba. Mientras, en el piso de encima de Rosa, los jadeos nocturnos regresaban con exquisita puntualidad.
Así pasaron el resto de la semana, empezando las reuniones con el acto simbólico de mirar hacia el suelo y comprobar que el tabaco seguía en su lugar. Pero tras una semana llega otra, y el lunes se empeñó en ser el peor día de todos incluso en una sociedad donde la diferencia entre laborable y festivo parecía haber desaparecido. De entre los canales convencionales ya solo se podía sintonizar TVE, aunque los programas en directo habían desaparecido de la parrilla y se limitaba a ofrecer series y documentales en bucle con interrupciones para las noticias cada vez más escasas. Internet seguía subsistiendo, pero no para todas las compañías y con un flujo de datos realmente malo. Pero lo peor de todo fue descubrir la ausencia de Rosa en su ventana. Cuando Andrés salió a su balcón, fiel a su cita, no llegaba a una docena los vecinos que seguían aplaudiendo y cuando terminó ese acto ya sin sentido Andrés pudo comprobar que apenas quedaban pisos con la luz encendida en su interior.
Al regresar el silencio de la noche permaneció unos segundos allí, apoyado en su barandilla, con la cabeza girada hacia la ventana de Rosa, esperando sin esperanzas.
— No va a salir — le dijo Paco desde abajo.
— Eso no lo sabes — Andrés se negaba a reconocer la realidad—. Quizá no se haya dado cuenta de la hora.
— O quizá se quedó sin tabaco y no quiso seguir aprovechándose de ti.
Andrés no entendía lo que su vecino le quería decir hasta que se inclinó para mirar hacia la calle. Bajo él, frente a la portería, su paquete de trabajo había desaparecido. En su lugar había un charco de sangre y marcas de dedos tratando de aferrarse a la pared. Trató de ordenar a su mente que no imaginara la escena, pero esta no le obedeció. La imagen de Rosa saliendo a la calle, yendo a recuperar el paquete caído, y los zombis, porque ahora ya había aceptado el hecho de que se trataba de zombis, cayendo sobre ella para devorarla, se reprodujo en su cabeza como una película. Lo peor de todo es que la ausencia de un cadáver invitaba a pensar que ella había pasado a ser parte del enemigo.
El chasquido característico de abrirse una lata de cerveza lo despertó de su ensoñación.
— Ya solo nos queda brindar por ella — dijo Paco alzando su bebida. En ese momento, los jadeos regresaron, tiñendo de absurdo el ambiente—. Al menos alguien sigue disfrutando de su confinamiento.
Sin decir palabra, Andrés le devolvió el brindis. Esa noche no hubo conversaciones jocosas ni juegos triviales, aunque la vida, por llamarlo de alguna manera, continuaba, y a la noche siguiente se repetiría la rutina, convertidos definitivamente en un dúo.
Y así, como quien no quiere la cosa, transcurrieron dos semanas. Andrés empezó a racionar su comida, aceptando ya la realidad de que el reparto a domicilio era cosa del pasado, pero sin ningunas ganas de salir al mundo exterior para averiguar hasta qué punto era cierto el grado de mortalidad de la epidemia (aunque la desaparición de Rosa le daba una idea muy aproximada). En televisión habían desaparecido definitivamente los informativos. Solo breves notas supuestamente dirigidas desde el gobierno consistentes en grabaciones de audio con una imagen fija del Presidente de fondo. Según los mentideros de Internet el Presidente y su gabinete estaban confinados en una especie de búnquer antimisiles, aunque no había ninguna confirmación oficial al respecto. En las grabaciones de voz se limitaban a pedir paciencia a la ciudadanía e insistían enérgicamente en la prohibición de salir a las calles. El resto, más películas, la mayoría antiguas y reposiciones. Como era de esperar, Verano Azul no podía faltar, aunque ya estuviera llegando noviembre. Al final de esa segunda semana, TVE terminó por sumarse a la lista de canales que solo ofrecían estática y un silencio aterrador. Andrés incluso añoró los años de la Carta de Ajuste y su molesto pitido.
Internet seguía funcionando, pero era para nada. Nadie escribía apenas y la mayoría de blogs y portales de noticias habían dejado de actualizarse. Instagram parecía la última fuente de información, con Influencers ofreciendo histories desde sus casas. Juntando varias de esas historias uno se podía hacer una composición de cómo estaba el mundo. Porque si una cosa parecía clara era que esto era un problema global, y el planeta entero estaba igual de jodido, ya sea cierto, como aseguraba el Profeta, que la cosa hubiera empezado cerca de Barcelona como si se diese por buena cualquier otra versión.
La hora de los aplausos había desaparecido definitivamente. Ahora, el tiempo de Andrés se limitaba a probar recetas nuevas (él, que siempre había odiado la cocina) sacadas de la red, tratar de mantenerse algo en forma siguiendo algún tutorial de youtube o, sobre todo, conversando con Paco, su nuevo e inesperado mejor amigo.
El día veinte de confinamiento lo celebraron a lo grande. Andrés se decidió a abrir esa botella de Möet & Chandon que le habían regalado las Navidades de hace dos años y que guardaba para una ocasión especial y Paco sacó de su despensa la mejor de su maría y preparó dos canutos bien cargados que se fumaron a la salud del fin del mundo.
— ¿Te imaginabas que todo iba a terminar así? — le preguntó el heavy.
— No lo sé. Esperaba un apocalipsis plagado de explosiones y destrucción. Demasiadas películas, imagino.
— En el fondo, esto da más miedo, ¿sabes? Demuestra lo insignificantes que somos. Al final, terminaremos por desaparecer y nada habrá cambiado. Por un tiempo los edificios, las autopistas, todo seguirá aquí, ignorando nuestra ausencia. Y después, con el tiempo, la naturaleza se abrirá paso y terminará por engullir los últimos vestigios de nuestra civilización.
— ¿De veras crees que es el final? — preguntó Andrés. Había sacado la mitad de la mesa del comedor al balcón y estaba tumbado sobre ella, contemplando los aros de humo que lanzaba al cielo. Desde ahí arriba no podía ver a Paco, pero sí oírlo con claridad, más cuando la ciudad, carente de tráfico, era un remanso de paz.
— Para nosotros sí, desde luego. Seguro que está todo lleno de refugios nucleares de la hostia con familias de putos millonarios viviendo con una falsa sensación de lujo y algún día, cuando todo esto pase, volverán al mundo exterior para formar una nueva sociedad. Pero ya veremos si son capaces de subsistir cuando descubran que su dinero ya no les sirve para abrir puertas y que no tienen esclavos que hagan las cosas por ellos.
— ¿Y si no fuese así? ¿Y si la cosa esta, lo que sea, se fuese con la misma rapidez con la que ha llegado? ¿Qué harías si de repente se acabase todo y pudiéramos regresar a nuestras vidas?
Paco meditó unos segundos su respuesta mientras daba otra calada a su porro.
— En mi vida he ido a un gimnasio, ¿sabes? — contestó al fin—. No soy de esos tipos a los que le gusta el deporte. A no ser que sea por la tele, claro. Yo, eso de meterme en un garito a sudar solo me vale para los conciertos de Judas y así, ya me entiendes. Pero si de verdad esto acabase algún día, creo que me iría a hacer el Camino de Santiago o algo parecido. Después de tanto tiempo encerrado en mi piso necesito entrar en contacto con la naturaleza, caminar sin un destino fijo hasta que se me acaben las fuerzas. Menuda chorrada, ¿verdad?
— No, para nada.
Andrés se incorporó y quedó sentado sobre la mesa con las rodillas flexionadas, al estilo indio. Junto a él tenía su libreta y consultó la página de tareas pendientes. Había añadido alguna cosa (Aprender inglés, ir a clases de baile, hacer escalada) y a cambio había tachado otra: gracias a los tutoriales de Internet había preparado un pollo tandori bastante aceptable. Cogió un bolígrafo y añadió otro propósito a su lista de pendientes:
Escapar del confinamiento.
Algo tan simple y a la vez tan complicado, pensó con amargura.
— ¿Lo escuchas? — preguntó a su amigo de confidencias nocturnas mientras oteaba de nuevo el exterior.
— ¿A qué te refieres?
— A los pájaros. ¿Los habías oído alguna vez? Es como si hubiese más que nunca. Y no sé si será cosa de mi imaginación, pero si estoy en silencio y escucho atentamente hasta creo escuchar el rumor del mar desde aquí.
— Creo que mi maría es demasiado para ti — bromeó su interlocutor. Aunque lo cierto era que sí parecía haber más pájaros. Tan nocivo era el hombre para el medio ambiente que con solo un par de semanas encerrados en casa la naturaleza había conseguido ya dar un paso al frente. Andrés pensó en los últimos vídeos que le habían llegado al wasap, esos que merecía la pena ver una vez eliminados los memes, las canciones graciosas y los consejos de supervivencia: delfines en la Costa Brava, jabalís en la diagonal de Barcelona, cielos azules y sin contaminación en Madrid… Al parecer, algo bueno sí iba a salir de todo eso.
— Vale, lo confieso, puede que sí se escuchen más pájaros de lo normal. Pero, ¿sabes lo que sí que no oigo?
Andrés guardó silencio, agudizando el oído, con la esperanza de dilucidar qué es lo que Paco echaba de menos en el sonido ambiente.
— Tus amigos de al lado. Esta noche no están dale que te pego. Y siempre eran puntuales como un reloj.
Andrés asintió consciente de que nadie le veía hacerlo.
— Tanto ejercicio los habrá agotado — bromeó.
— ¡Ay, Andresiño! Esa inocencia tuya es verdaderamente adorable.
Haciendo memoria, Andrés no logró recordar ningún sonido procedente del otro lado del tabique en todo el día. Habían hecho muchas bromas sobre los excesos sonoros de la pareja de al lado en su búsqueda del coito, pero lo cierto era que de vez en cuando, durante el día, los solía escuchar. Cosas mínimas, como arrastrar una silla, una llamada a gritos o el sonido de la cisterna. Pero ese día no recordaba haber escuchado nada. No quiso preguntarle a Paco a qué se refería con lo de su inocencia. Estaba claro lo que este pensaba y no le apetecía escucharlo en voz alta. Pero parecía innegable que lo más probable era que sus vecinos, o uno de ellos, al menos, estuviesen muertos.
— Oye, ¿tú le pegas a la Play? — le preguntó Paco, en un cambio de tema que Andrés agradeció profundamente—. Yo le doy mucho al FIFA, pero desde que Internet va como el culo que tengo que jugar yo solo, y no es lo mismo. ¿Crees que sería un riesgo innecesario tratar de reunirnos en un mismo piso?
En realidad, Andrés ya se lo había planteado. No para algo tan trivial como jugar a la videoconsola (aunque ahora que lo pensaba era una idea de lo más tentadora), sino para organizar un plan de futuro. Podrían unir sus reservas alimentarias, hacer inventario de herramientas y, más por precaución que otra cosa, armas o cosas que pudieran utilizar como armas y, en caso de necesidad extrema, era mejor aventurarse a salir a la calle dos personas que uno solo. Y pese a lo poco que conocía a Paco, llamado por sus amigos «el Chapas», lo cierto era que en ese momento era la única persona en el mundo en la que podía confiar.
Por otro lado, ambos vivían en el mismo edificio. El tratar de verse cara a cara les suponía, simplemente, salir al rellano y bajar un piso de escaleras. No era como con Rosa, que para acceder a su edificio era necesario pasar por la calle. Sea lo que fuese lo que estaba pasando en el exterior, de portería para dentro parecía una zona segura, y tras veinte días allí metido la posibilidad de conseguir contacto humano, aunque no fuese más que un apretón de manos o un abrazo, se le antojaba un sueño.
— Creo que vale la pena intentarlo — le dijo. Y pasaron el resto de la noche planificando el encuentro del día siguiente.
Tras regresar a su casa y devolver la mesa del comedor a su sitio, de manera que le permitiera cerrar las puertas del balcón y evitar algo del frío invernal que ya le estaba haciendo castañear los dientes desde hacía un rato, tachó de su libreta el propósito de Hacer un amigo» y, con una sonrisa en el rostro, arrancó la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
El día comenzó mal. Había programado el despertador de su mesita a las nueve de la mañana, pero eran las diez pasadas cuando se liberó de los brazos de Morfeo y el maldito aparato seguía en silencio. Había pasado una mala noche, dándole vueltas a la idea de aventurarse al mundo exterior por primera vez desde que se ordenó el confinamiento. La parte racional de su cerebro le decía que era una ridiculez, que se trataba solo de salir a la escalera y descender un piso, pero no podía evitar sentir como una especie de alarma le avisaba del peligro inminente al que se iba a exponer. Por otro lado, ¿qué sabía en realidad de Paco, conocido por sus amigos como el Chapas», aparte de que iba vestido como si tuviera treinta años menos y que era aficionado a la cerveza y la marihuana? Quizá entrar en casa de ese desconocido fuese como meterse en la boca del lobo.
Se piso en pie con pereza y comprobó el despertador. Era eléctrico, de esos de grandes números digitales en rojo que ahora habían desaparecido, y comprobó que todo el piso estaba sin luz. Como negándose a aceptar el hecho, fue probando compulsivamente cada una de las luces de la casa, incluyendo el televisor, pero nada respondió a sus órdenes. Se asomó por el balcón y comprobó que los semáforos de la esquina tampoco funcionaban, aunque ello no había provocado ningún caos en el tráfico porque simplemente ya no había tráfico para caer en ningún caos. Inmediatamente pensó en el teléfono móvil y comprobó el nivel de batería: 70%. Si la luz no volvía tendría que utilizarlo lo menos posible para alargar el tiempo de funcionamiento al máximo, aunque, siendo prácticos, ¿qué diferencia había entre quedarse sin móvil esa noche o aguantar hasta el día siguiente? Se preguntó si las baterías externas que había comprado por Amazon estaban cargadas, pero lo supo contestarse.
Se dio una ducha rápida y se calentó un café. Por suerte tenía una cafetera de las tradicionales, pues la de cápsulas había muerto también por falta de suministro eléctrico. Ya vestido y completamente despierto, pensó en qué podía llevar a mano para usar como arma, más para infundirse algo de seguridad a sí mismo que como protección real. Imaginó al típico protagonista de una película americana, que de alguna manera siempre tenía un rifle oculto bajo la cama o una pistola en la mesita de noche. Esto, sin embargo, era la vida real, y aunque muchos piensen que en Galicia la mayoría de la gente se dedicaba al narcotráfico, las cosas eran muy diferentes. Lo más parecido a lo que podía aspirar lo guardaba en una caja de cartón dentro del armario ropero. Era una pistola semiautomática Stery M9— A1 de 6 mm., o al menos eso es lo que decía en la caja, porque él de armas entendía más bien poquito. Pero no era una pistola de verdad, por supuesto. Era una réplica, se supone que bastante exacta, adaptada para airsoft, esas cosas que de vez en cuando se ponen de moda y alguno de sus colegas de trabajo le convence para hacer algún fin de semana y al final termina convirtiéndose en otro trasto más olvidado en un rincón del armario. La sacó de la caja y la sostuvo con la mano derecha. Comprobó que el cargador estaba lleno y tiró hacia atrás de la corredera. Se engañó a sí mismo sintiendo la sensación de seguridad que daba tener un arma de fuego en la mano, aunque posiblemente el peso no tendría nada que ver con el modelo auténtico y la suya lo único que disparaba era bolitas de plástico que, a corta distancia, lo más que podía producir es un ligero moratón. No obstante, el cerebro es bastante cabrito, y si la presencia de la pistola le proporcionaba confianza, bienvenida sea.
Se la guardó a la espalda, atrapada por el cinturón del tejano. Así la llevan en muchas películas, pero imaginó que la cosa tendría truco, pues tenía la sensación de que se le podía caer en cualquier momento. No conforme con ello, se dedicó a buscar un arma «de verdad», terminando por decantarse por un cuchillo jamonero. En el fondo, viendo su imagen reflejada en el espejo del recibidor, se sentía ridículo, con ese bulto marcado en la camiseta, a su espalda, y el cuchillo en la mano, pero tampoco es que hubiese mucha gente para burlarse de él, ¿no?
Tratando de dejar de un lado la paranoia, sacó de la nevera un pack de cervezas y lo puso en una bolsa de plástico. Aunque la nevera estaba apagada, estas seguían estando bastante frías. Cuando se iba a casa de alguien en función de invitado, lo correcto era llevar algún detalle, y el fin del mundo no era excusa para perder la educación.
Al fin listo, se asomó de nuevo al balcón, sintiendo un frío que le hizo estremecer, y llamó con un grito a Paco.
— ¡Buenos días! — dijo en un volumen que habría llegado a medio vecindario, si quedase alguien en sus casas para escucharlo—. Es la hora, voy hacia allí.
— Buenos días, hermano — le contestó una voz medio dormida desde abajo—. Te espero.
Andrés soltó aire y caminó con paso decidido hasta la puerta. Se miró por última vez en el espejo del recibidor y abrió, enfrentándose a la densa oscuridad del rellano. Las escaleras eran un borrador difuso y apenas lograba distinguir la barandilla, y cuando cerró la puerta de su piso, privándose de la luz que llegaba a través de su pasillo, la cosa fue a peor. Se sorprendió al notar cómo echaba de menos incluso el ridículo pilotito rojo que normalmente indicaba donde estaba el interruptor de la pared.
Se aseguró de tener las llaves en el bolsillo antes de cerrar del todo, con un leve portazo que, con tanto silencio, retumbó a lo largo del hueco de la escalera, y encendió la linterna del móvil. Una vez más pensó en la batería que le quedaba, pero no estaba dispuesto a aventurarse a bajar las escaleras completamente a oscuras. Un terror casi infantil le invadió y con cada peldaño que descendía imaginaba un nuevo horror acechándolo con cada giro: un payaso de ojos rojos, un espíritu demoníaco, una niña con el rostro oculto por su cabello… Pero nada había esperándolo, por supuesto, y llegó sin problemas hasta el rellano inferior.
Una vez allí, apenas iluminado por el móvil, tanteó la pared con la mano para avanzar sin ser capaz de distinguir qué puerta correspondía a su vecino de abajo. Había dos pisos por rellano, así que tampoco es que la dicotomía fuese muy grande. Llegó a la primera de ellas y, apenas apoyar la palma en la madera comprobó que estaba entreabierta. La empujó ligeramente, provocando un leve chirrido, y esta se movió dejando una abertura de apenas un palmo. Sin atreverse a entrar, trató de iluminar el interior con el móvil, pero la negrura era total y apenas pudo vislumbrar nada. Las persianas de la terraza debían estar bajadas, lo que le provocó un deje de desconfianza.
— ¿Paco? — preguntó con un hilo de voz.
— Es aquí — le contestaron desde fuera.
Andrés retrocedió un paso y enfocó con el móvil. Su nuevo mejor amigo lo estaba esperando junto a la otra puerta y el hombre se sintió ridículamente estúpido. Evidentemente, su vecino vivía en el 1º1ª, tal y como él vivía en el 2º1ª.
— ¿Qué haces ahí? — le preguntó, abriendo la puerta en señal de invitación para que pasara.
— Me confundí — se excusó Andrés—. Los nervios, supongo. Vi la puerta abierta y me hizo dudar.
Paco salió al rellano y, con su propio móvil, ilumino la puerta contigua.
— ¿Abierta? ¡Qué raro! Aquí vivía un señor mayor, un médico jubilado, creo, y su cuidadora, pero hace días que no los oigo. Pensé que no habría nadie.
No le dio mucha importancia al asunto y pensaba regresar al interior de su casa cuando algo salió a toda velocidad de dentro. Era un gato de colores atigrados que se detuvo en mitad del rellano, miró a Andrés con los ojos reluciendo en la oscuridad, y se sentó frente a él, cortándole el paso con aire desafiante.
— ¡Eddie! ¿Dónde vas?¡Entra en casa inmediatamente!
Andrés miró con sorpresa al felino cuyo nombre, como no podía ser de otra manera, correspondía a la mascota del grupo Iron Maiden. No imaginaba a Paco, con esa pinta de alma libre e independiente, con un gato, pero eso solo era una prueba más de lo poco que conocía a su aparente amigo. Claro que también existía la posibilidad de que el gato fuese en realidad de su pareja, la que fue a por tabaco y ya no volvió. El caso es que el minino, demostrando ser más alma libre e independiente que su propio amo, ignoró completamente la orden y, tras lamerse el lomo y estirarse desperezándose, se coló por el hueco de la puerta del 1º2ª en busca de nuevas aventuras. Probablemente, el animalillo estaba tan harto del confinamiento como los propios humanos. No ya de su confinamiento en sí, a fin de cuentas un gato es más casero que un perro y no tiene esa necesidad de salir a la calle, pero lo que posiblemente le hastiaría era la presencia constante de su dueño en casa, esa fábrica constante de humo acompañado de su estridente música.
— ¡Maldita sea, Eddie! — bramó el heavy.
Soltando un bufido de desesperación cerró la puerta de su casa y se lanzó al interior del piso del médico vecino, iluminando sus pasos con la linterna del móvil.
— Ayúdame a recuperar a este gato estúpido antes de que se meta en un lío — dijo a Andrés, que ante la inmediatez de la situación no supo bien cómo reaccionar y, tras dejar la bolsa con las cervezas a un lado, se limitó a seguir a Paco.
— ¿Seguro que no hay nadie? — preguntó.
— ¡Hola! — llamó a gritos Paco para asegurarse—. ¿Doctor? ¿Hay alguien en casa? Soy Paco, el vecino. Voy a entrar a buscar a mi gato, ¿de acuerdo?
De forma tan inconsciente como absurda, Andrés se llevó la mano a la espalda y sacó su pistola, empleando la otra mano para sujetar el cuchillo y el móvil a la vez. Efectivamente, empuñar ese juguete le daba algo de seguridad, lo cual no impidió que soltase un ligero grito de pánico cuando un sonido estridente sonó a un metro escaso de él. También escuchó una queja dolorida de Paco.
— ¿Qué ha sido eso? — le preguntó.
— Algún tarado ha puesto un mueble aquí en medio y no lo he visto. Me acabo de joder la espinilla.
Los dos hombres rodearon el objeto y lo enfocaron con las linternas. Era una estantería pequeña con forma de escalera que, tras el golpe, había quedado caída en mitad del pasillo, justo frente a una puerta que se encontraba entreabierta. No tenía demasiado sentido poner una estantería allí en medio, molestando el paso, y tampoco parecía que estuviese dedicada a contener ningún objeto decorativo, pues no había nada más caído alrededor.
— ¿Crees que la puerta esta estaba ya abierta o la habré abierto yo con el golpe? — preguntó Paco. Andrés no le respondió, más pendiente de encontrar una lógica a todo aquello. En ocasiones, cuando el terror amenaza con alcanzarnos de la manera más absurda, concentrarse en buscar respuestas a algo, por trivial que pueda parecer, es una buena salida, y eso es lo que estaba haciendo Andrés en aquellos momentos. Levantó con curiosidad la estantería y la colocó junto a la puerta mientras su compañero se internaba en la habitación, también sumida en una total oscuridad.
— ¿Eddie? ¿Estás aquí, minino? — llamó sin obtener respuesta.
Entró en la estancia mientras Andrés seguía dándole vueltas al misterio de la estantería. Una vez levantada comprobó que la altura correspondía aproximadamente a la de la maneta de la puerta y un terrible presentimiento lo asaltó. ¿Sería posible que alguien hubiese puesto esa estantería para impedir que se pudiera abrir la puerta desde dentro?
Paco hizo que el haz de luz recorriese el cuarto. Se trataba de un dormitorio, con un armario ropero pegado a la pared y una cama de matrimonio ocupando la mayor parte del espacio. Una silueta estaba sentada en la cama, dándoles la espalda, completamente inmóvil.
— ¿Doctor? — preguntó dubitativo Paco—, ¿es usted?
Andrés seguía a lo suyo. Si aceptaba su hipótesis de que la estantería servía para que no se pudiera abrir la puerta, dos preguntas le rondaban por la cabeza. ¿Qué es lo que había ahí dentro que no debía salir? Y la segunda, ¿quién había puesto la estantería?
Lo malo de formularse preguntas es que, en ocasiones, la respuesta viene a ti por sí misma. Eso es lo que ocurrió ese fatídico día en forma de pasos arrastrándose por el pasillo hacia ellos. Andrés iluminó hacia delante y se encontró con una figura femenina, una mujer latina vestida con un delantal empapado por algún líquido oscuro ya seco cuyo origen parecía encontrarse en su cuello.
— Paco, tenemos que irnos de aquí… ¡YA! — dijo a su amigo llamándolo con la mano en el hombro.
Paco se giró hacia él, con el desconcierto dibujado en su rostro. Cuando volvió a centrarse en la figura del doctor sentado en la cama, este ya no estaba sentado. Se había puesto en pie y caminaba lentamente hacia él, con una retorcida sonrisa deformándole la cara que mostraban una dentadura perfecta manchada de sangre.
Sin atreverse a dar la espalda a las apariciones, los dos hombres comenzaron a desandar el camino recorrido por el pasillo marcha atrás, con las linternas apuntando a sus peculiares vecinos. Dos seres de piel reseca con los primeros síntomas de putrefacción que caminaban hacia ellos con los brazos estirados, tratando de alcanzarles, aunque con un ritmo lento, como si caminar les supusiera un gran esfuerzo.
Andrés llegó el primero a la salida y atravesó el umbral sin problemas, pero Paco se golpeó con el lateral de la hoja de la puerta. Teniendo el tobillo aún dolorido, apoyó mal el pie y patinó con algo que lo hizo caer al suelo. Tarde ya se dio cuenta de que la mancha pegajosa que cubría parte del recibidor era de sangre.
Andrés no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de darse cuenta los dos seres, el médico jubilado y su cuidadora, se habían dejado caer sobre el rockero que se negaba a madurar y habían comenzado a lanzarle dentadas en cualquier parte de su cuerpo que tuvieran a su alcance. Paco comenzó a gritar, más por el pánico que por el dolor, retorciéndose para tratar inútilmente de sacarse a sus enemigos de encima.
Aterrorizado, Andrés empezó a disparar su pistola, demostrando su buena puntería y haciendo que los balines de plástico impactaran contra el rostro del galeno sin que este se inmutara.
Quizá lo peor de todo fue lo terriblemente rápido que acabó. En apenas unos segundos Paco, anteriormente conocido como «el Chapas», dejó de patalear y sus atacantes parecieron perder el interés en él. Su mirada quedó en blanco y tuvo un par de convulsiones antes de quedar unos segundos tendido en el suelo, como un cadáver inerte. Entonces, sin previo aviso, recuperó la facultad del movimiento y, girando sobre sí mismo para darse la vuelta, empezó a ponerse en pie con la mirada fija en Andrés.
— ¿Paco? ¿Estás bien? Dime algo.
Las piernas le temblaban y creyó reconocer esa cálida humedad que le mojaba la entrepierna, pero nada de eso parecía importar ahora. No alcanzaba a asimilar lo que estaba sucediendo, como si las historias que había leído en aquel blog sobre el apocalipsis o las especulaciones alrededor del destino de Rosa quedasen ya muy lejanas. Solo atinó a retroceder un par de pasos cuando vio a Paco (a esa cosa que antes era Paco, se dijo) ponerse en pie y logró al fin obligarse a correr cuando las tres figuras comenzaron a caminar en su dirección.
Se giró hacia las escaleras en busca de salvación, golpeándose contra la barandilla. Corrió con torpeza escalones arriba, olvidándose ya de iluminar con el móvil, y se volvió a golpear contra la pared en el primer giro de las escaleras. Ello provocó que se hiciera un corte con su propio cuchillo y, consciente de que iba a ser incapaz de utilizarlo, lo dejó caer, junto con la ridícula pistola. El móvil también había desaparecido de su mano, pero no era capaz de recordar en qué momento había dejado de tenerlo.
Completamente a oscuras comenzó a subir escaleras, gateando en algunos tramos, mientras escuchaba el sonido de los cuerpos arrastrándose tras él. Parecían demasiado torpes para ser capaces de subir los peldaños con facilidad, pero no había duda de que tenían una perseverancia incansable que parecía haber aumentado más si cabe con el aroma de la sangre fresca. Andrés entró completamente en pánico, abandonando todo pensamiento racional, y no supo hacer nada más que tratar de escapar, trepar escaleras arriba para poner la máxima distancia entre él y esos seres del infierno. Ese terror irracional, ese bloqueo mental, le impidió hacer lo más lógico, que habría sido refugiarse en su propia casa, y antes de darse cuenta siquiera estaba tres pisos más arriba. Por el sonido, parecía haber logrado ampliar la distancia con sus perseguidores, pero seguían allí, los sentía, luchando por llegar hasta él, por devorarlo.
Sintió una fuerte presión en el pecho, el corazón acelerado y los pulmones ardiendo. Se obligo a calmarse y luchó por recobrar la compostura. El ruido que venía de abajo le indicaba que se encontraba momentáneamente a salvo, pero era algo temporal. Trató de aclarar su mente y, consciente ya de que había pasado de largo su piso y que sin luz era un completo suicidio arriesgarse a bajar, no le quedó más remedio que seguir subiendo hasta el final.
El último piso llevaba directamente a una puerta solitaria que daba al terrado. Alguna vez había estado ahí arriba, una amplia superficie donde había una caseta de cemento con los contadores del gas y la luz y que se empleaba para tender la ropa y poco más. Él siempre había tendido en su pequeño balcón (las coladas de una persona sola no dan para mucho, la verdad), pero recordaba haber llevado allí arriba a alguna chavala años atrás para fingir que iban a ver la lluvia de estrellas de San Lorenzo.
La puerta estaba cerrada con llave. Sacó su llavero del bolsillo y probó si alguna de sus llaves servía para abrir, pero tal y como se temía ninguna le valía. Seguramente la llave del terrado estaría perdida en algún cajón de casa, junto a miles de cacharros inútiles, o quizá incluso se hubiese cambiado la cerradura desde la última vez que subió allí arriba. Sea como fuere, no parecía una puerta especialmente robusta y trató de abrirla a base de impactar contra ella, como en las películas. Los dos primeros golpes no sirvieron más que para hacerse daño en el hombro, pero los sonidos que los zombis (sí, definitivamente había que llamarlos ya de esa manera) sonaban cada vez más cercanos, y eso le insufló de nuevas energías. Golpeó varias veces más con todas sus fuerzas y al fin la madera cedió, reventando el marco a la altura de la cerradura. Un día nublado que amenazaba luvia recibió al hombre, que se dejó caer de rodillas, con los ojos cerrados para protegerse de la luz repentina, celebrando su efímera victoria. Había conseguido lo más difícil, pero ahora le quedaba encontrar la manera de bloquear la puerta para impedir que los monstruos saliesen al exterior. Se puso de nuevo en pie y recorrió angustiado el terrado. No había mucho a lo que agarrarse, pues estaba totalmente vacío. Miró en la caseta de los contadores como última opción y descubrió que el destino por fin había decidido echarle una mano: no estaba cerrada con llave. Abrió la puerta y dentro encontró dos tumbonas en un estado bastante deteriorado que algún vecino subiría vete tú a saber cuándo con la pretensión de tomar algo de sol. Las sacó y las arrastró hasta la puerta. Casi podía intuir a los zombis llegando a lo más alto de su Everest particular y colocó las tumbonas contra la puerta. Las puso de tal manera que podía impedir que esta se abriera, pero a base de empujones sin duda terminarían por desplazarlas y abrirse paso. Lo único que había ganado era tiempo.
Volvió a recorrer el terrado, con la mano chorreando sangre por la herida que él mismo se había provocado. Todavía le costaba creer lo que había visto ahí abajo, la aterradora y rápida transformación de Paco, al que ya nunca más volverán a llamar «el Chapas», y de repente todo lo que había leído de ese supuesto Profeta cobraba sentido. La epidemia era real y el virus, fuese cual fuese el nombre científico que le habían decidido poner, había dado pie a un apocalipsis zombi.
Buscó alternativas. Una de ellas era saltar de terrado en terrado para alejarse de allí y buscar un lugar por el que lograr descender a la calle. Otra opción era la de esperar a los zombis subido a los muros que rodeaban la superficie, a modo de barandillas. Si conseguía que se le acercaran de uno en uno, teniendo en cuenta la lentitud y torpeza que habían demostrado tener, quizá podría encarase con ellos y arrojarlos al vacío sin resultar dañado. Ninguna de las dos opciones parecía muy halagüeña, pero no tenía mucho más a lo que aferrarse.
Los escuchó golpear la puerta y supo que no tardarían en salir. Se sentó sobre el muro, con las piernas colgando al exterior, y se permitió un momento de respiro. Tenía razón, desde ahí se podía escuchar el sonido del mar. Cerró los ojos e imaginó las olas golpeando contra la playa de Riazor. Escuchó el murmullo del viento jugando con las hojas de los árboles, el canto de los pájaros, los ladridos de los perros… Era una sensación agradable, tan solo estropeada por el roce de las uñas de los muertos contra la madera de la puerta.
Suspiró con resignación, contempló las nubes plomizas que empezaban a desprender una fría llovizna y se giró hacia la puerta, a punto ya de caer derrotada, dispuesto a enfrentarse a su destino.
Entonces, en el peor de los momentos, se hizo la pregunta fatídica.
¿Y luego qué?
Podía enfrentarse a esos seres de pesadilla. Podía esquivarlos o derrotarlos. Quizá incluso matarlos de una manera definitiva.
Pero… ¿Y luego qué?
Una profunda tristeza lo embargó. Las sensaciones desde allí arriba eran hermosas, sí, pero no para él. Él amaba el ruido de los bares, el aroma a tocino retorciéndose en una barbacoa con amigos, escaparse a O Freixo a por algo de marisco, ver fútbol los domingos y matar las horas conversando con la Rosa de turno. Cosas que ya formaban parte del pasado. Cosas que no tenían pinta de que fuesen a volver.
Se puso en pie en el momento preciso en que la puerta se terminó por abrir. Aún tardaron unos minutos en lograr sortear los cadáveres de aluminio de las tumbonas, pero ya estaban ahí, oliendo su sangre, deseando sus entrañas… Se le acercaban con paso lento y Andrés los contempló inmóvil, como el pistolero esperando el momento de desenfundar su pistola.
Solo que Andrés ya no tenía pistola ni arma alguna. Se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón y notó algo que no recordaba que llevaba encima. Lo sacó. Era una hoja de papel doblada: Su lista de pendientes.
La leyó con calma mientras la muerte avanzaba paso a paso hacia él:
Tirarme en paracaídas.
Hacer rafting.
Viajar a Nueva York.
Aprender inglés
Ir a clases de baile
Hacer escalada
Escapar del confinamiento.
Dos propósitos tachados. No estaba mal, pero no era suficiente. Necesitaba hacer una cosa más. Se llevó el dedo índice sobre la herida del cuchillo y lo usó luego para tachar con su propia sangre el último de los deseos: Escapar del confinamiento.
Lo iba a hacer. Esos malditos no se lo iban a poder impedir. Estaban ya ahí mismo, apenas a medio metro. Un anciano que después de dedicar años a salvar vidas ahora las quitaba, una cuidadora que no fue capaz de cuidar de sí misma y un desconocido que se había convertido en su mejor amigo por falta de personal. Y los tres con un único objetivo: él.
Pues se iban a quedar con las ganas.
Andrés se impulsó hacia atrás, levantando los brazos como un superhéroe a punto de echar a volar. Hizo un acrobático giro en el aire y cayó de espaldas al vacío, disfrutando de la brisa marina que le removía el cabello y feliz por haber conseguido su objetivo. Por haber podido derrotar al virus y a los malditos zombis. Había logrado escapar al fin del confinamiento.
Y por ridículo que pareciera, su último pensamiento fue preguntarse quién iba a cuidar ahora de Eddie.
FIN
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