Toca hablar ahora de una serie doble, dos series que en realidad deberían ser dos temporadas de una misma si no fuera por la intención de jugar con el título. Se trata de The Young Pope y The New Pope (El joven Papa y El nuevo Papa), creadas y dirigidas por Paolo Sorrentino. Y ya os anticipo que mi opinión puede traer polémica.
Había escuchado críticas muy dispares sobre la serie y gente de confianza me había hablado muy bien de ella, así que lo cierto es que le tenía ganas. Sorrentino es un gran director y sus trabajos tienen una fuerza visual muy poderosa, y lo mejor que se puede decir de la serie de HBO es que esa visión no se ha perdido en su salto a la pequeña pantalla.
Sin embargo, como suele suceder con la mayoría de los grandes creadores, Sorrentino termina siendo lo mejor y lo peor de la serie, ya que ese deseo constante de plasmar imágenes impactantes y hermosas en ocasiones se traducen en dejar de lado el lenguaje narrativo, y si bien hay algunos momentos de diálogos muy inspirados hay otros en que las tramas se olvidan o se avanza a saltos en la historia. Da la sensación de que Sorrentino está tan pagado de sí mismo que se centra más en su lucimiento propio que en conseguir una obra coherente y bien construida.
Tema aparte es el argumento. Es evidente que Sorrentino pretende hacer un análisis de la Iglesia Católica desde dentro, y no era difícil adivinar que ello comportaría una crítica feroz y puede que desproporcionada. Es importante por ello, si queremos hablar de las cualidades artísticas de la serie, dejar los temas de Fe apartados, ya que desde el principio aviso que no será una serie apta para católicos practicantes. El problema está en que la primera temporada arranca francamente bien, con la presentación de un Papa muy joven (hablamos de cincuenta años, que nadie piense tampoco ninguna locura) brillantemente interpretado por Jude Law, que trata de revolucionar la Iglesia durante su papado con ideas curiosamente ultra conservadoras, tratando de regresar a los tiempos de oscuridad en los que la iglesia era respetada precisamente por el hecho de ser temida. Desconcierta no saber nunca el camino exacto que pretende tomar el papa Pio XIII y sus disputas con su secretario de estado, el cardenal Voiello, y esa extraña mezcla entre la iglesia más conservadora y la música electrónica, las luces de neón y la representación del Papa como un sex simbol, junto a la lujosa recreación de escenarios, consigue atrapar al espectador. Al menos durante los seis o siete primeros episodios de la primera temporada. A medida que se va acercando al final, la trama se va desinflando, el camino del Papa va por otros derroteros y Voiello, verdadero protagonista en las sombras, va perdiendo relevancia. Y la serie empieza a hacer aguas y a aburrir, culminando en un final abierto que hace pensar que el rótulo de THE END con que se despide la serie es una tomadura más del Sorrentino este, que en el fondo debe ser un cachondo.
Pero una de las observaciones que más se hicieron de la serie es que pese al aura de irreverencia que pretende otorgar a la temporada, lo cierto es que lo hace a medias tintas, demostrando a la vez una reverencia posiblemente involuntaria hacia esa misma iglesia que pretende parodiar. Quizá molesto por esas conclusiones, Sorrentino empieza fuerte en la segunda temporada, en la que el protagonismo cae en las manos de un nuevo Papa, esta vez con el rostro de John Malkovich, demostrando que quiere dejar claras sus intenciones: crear polémica. Es por eso que, más allá de mis creencias personales, encuentro esta segunda temporada retorcida en un intento de incomodar y provocar que me recordó a los peores momentos de Juego de Tronos. En un intento erróneo de evitar cometer las mismas equivocaciones, Voiello no solo recupera su protagonismo, sino que se ve duplicado en una doble interpretación de Silvio Orlando. El humor y el sexo está mucho más acentuado, hasta el punto de rozar el ridículo y Malkovich, pese a lo gran actor que es, poco puede hacer para insuflar vida a un personaje anodino que contagia con sus dudas y temores a toda la serie. Todo son errores y pasos atrás en esta segunda temporada (el caso del cardenal encarnado por Javier Cámara es un claro ejemplo), no se llevan bien algunas ausencias (Diane Keaton, sin ir más lejos) y el retorno de personajes carismáticos está muy mal llevado. Sofia Dubois, a quien da vida Cécile de France, era la directora de imagen del Papa y su presencia se hacía demasiado breve en la primera temporada; en esta segunda es casi omnipresente, pero está tan desdibujada que no hay por donde agarrarla. Algo similar ocurre con Esther, la chica que vive en sus propias carnes un milagro de la mano del Papa Pio XIII y que bajo el mandato de Juan Pablo III pretende hacer un descenso a los infiernos grotesco y, de nuevo, mal explicado.
Muchas meta referencias, mucha caricatura y muy poco respeto, no ya a la Iglesia sino a la imagen que se da de la misma en la primera temporada que, para colmo, propicia una trama aburrida, carente de interés, que solo remonta (qué casualidad) con el retorno a la primera plana de Pio XIII (o Lenny Belardo, que es su verdadero nombre), que hasta ahora había protagonizado una trama digna de un culebrón barato. Ahí, a falta de tres episodios para concluir la serie (de manera algo aleatoria y artificial, todo sea dicho), la cosa empieza a remontar, pero ya es tarde y el daño está hecho.
Sorrentino en estado puro, para bien o para mal. Y el resultado final, para mí, ha sido para mal. La fotografía nunca puede ser más importante que la narrativa, porque si no nos encontramos con los mismos defectos que esas superproducciones en las que los efectos especiales fulminan la historia. Sí, es más bonito ver los delirios coloristas y oníricos de Sorrentino que las destrucciones masivas de los Transformers de Michael Bay, pero al final todo se reduce a lo mismo. O quizá no, porque dentro de su vacío espiritual, al menos Michael Bay da lo que promete. The New Pope, no.
Y ahora, ya pueden empezar a lloverme los palos. Podré aguantarlos. Quizá en la tercera temporada pueda hacer el papel de mártir. Siempre y cuando me dejen romper la cuarta pared y mirar a cámara como si fuese un invento del propio Sorrentino, claro está.
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