Derek
Cianfrance es un director estadounidense especializado en melodramas en los que
profundiza en la carga emocional de sus personajes, como demostrara en Blue Valentine o en Cruce de caminos. En La luz
entre los océanos se encarga él mismo de adaptar para la pantalla la novela
de M.L. Stedman buscando esos mismos patrones.
Tom
Sherbourne es un excombatiente de la Primera Guerra Mundial que, cansado del
sufrimiento y la muerte que ha podido contemplar acepta un trabajo temporal
como vigilante de un faro en una pequeña isla australiana, un lugar aislado del
mundo donde espera conseguir la soledad necesaria para poner en paz su propia
alma. Sin embargo, no podrá evitar enamorarse de una joven del pueblo más
cercano y ambos deciden casarse e iniciar una vida en conjunto en esa isla tan
solitaria como aterradoramente hermosa, lugar propicio para formar una familia.
Pero las cosas no suceden siempre como uno espera.
Cianfrance
abusa en ciertos momentos de trucos efectistas (como los primeros planos de los
personajes lagrimeando o la música de Desplat subrayando cada escena emocional)
para recargar las tintas del drama y tratar de buscar el desconsuelo del
espectador, y es quizá este el punto más débil de una obra que por otro lado
resulta potente e hipnótica y que tiene sus mejores bazas, junto a las
panorámicas espectaculares de la isla, en su trio protagonista.
No
es este momento de destacar las cualidades interpretativas de ninguno de los
tres actores que componen este triángulo emocional, Michael Fassbender, Alicia
Vikander y Rachel Weisz, pero es de agradecer que los tres se tomen muy en
serio sus personajes, logrando evitar que, con la sobresaturación dramática que
busca insistentemente Cienfrance, caigan en el ridículo.
La
película arranca con muy buen pie, con una historia de amor algo impostada por
su rápida consumación pero que, si se analiza bien, no tiene nada que
desmerecer a los flechazos instantáneos de Romeo
y Julieta o Jack y Rose en Titanic,
pero a medida que la trama se complica con la llegada de un bebé (no quiero
entrar en detalles, aunque muchos tráilers ya se encargan de destripar los
giros) el melodrama empieza a sonar un poco forzado, casi simplón, recordando
por momentos a las historias empalagosas de Nicholas Sparks, aunque con un tono
más maduro.
Le
oído verdaderas pestes sobre el film, cosa que no comprendo. Cierto que
Cianfrance busca de forma insistente y hasta exagerada la magnificencia, como
si estuviese contando la historia de amor y dolor definitiva, y desde luego no
es para tanto, y aunque no consiguiese sacar una sola lágrima del que suscribe
(últimamente me emociono más con las historias optimistas como la de Figuras
Ocultas que con el regocijo en el dolor ajeno), tiene momentos de verdadera
emoción y, cuando menos, mantiene la intriga sobre su desconcertante desenlace
hasta el final.
Cienfrance
va un poco se sobrado, vale, y eso afecta a la película con un tono de
presuntuosidad que, sin embargo, no termina por empañarla tanto como le sucede
a Sean Penn en Diré tu nombre. Además, el uso del paisaje, por más
intencionadamente manipulador que pretenda ser, es efectivo y tras un momento
intermedio en que la historia amenaza con deambular por la simpleza sentimental
al final se impone un aroma de intriga que, si bien no alcanza al arranque
emocional, sin hace reflotar el film y dejar al espectador con la sensación de
haber disfrutado de una historia emocionante y descorazonadora.
Valoración:
Seis sobre diez.
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