¿Qué se puede contar ya
que no se conozca de antemano sobre el popular cuento de Beaumont de La bella y la bestia? Pues en realidad
más de lo que parece, pues si bien todos creemos conocer la historia lo cierto es
que nuestra mente está demasiado corrompida por la versión, magnífica por otro
lado, animada de Disney.
No es que la película de
Christophe Gans (firmante de las visualmente interesantes Silent Hill y El pacto de los
lobos) sea una adaptación textual del cuento, pero si es más fiel al
espíritu crítico de 1756 hacia su sociedad manteniendo las características
básicas de la familia de Bella con la hipocresía y la codicia reflejada en la
piel de las hermanas, aunque a medida que la acción avanza se vaya distanciado
progresivamente del texto en favor a la espectacularidad cinematográfica.
Bella, huérfana de madre,
es la pequeña de una familia bien situada a la que un revés del destino condena
a la ruina con el consiguiente desespero de todos los miembros familiares
excepto ella, que no tiene problema alguno para adaptarse a la nueva situación,
obligados a subsistir en una sencilla casa de campo alejados de la gran ciudad.
Cuando la fortuna parece volver a sonreírles todas hacen una extensa lista de
los artículos de lujo que precisan para su reincorporación a la sociedad
urbanita, pero Bella, humilde y casi decepcionada por tener que regresar a la
ciudad, tan solo le pide a su padre una simple rosa. Lo que todos ignoran es
que ese sencillo deseo va a condenarlos a todos, ya que en su intento por
obtener la rosa en cuestión el desdichado padre acabará ofendiendo a un
misterioso set que habita en un castillo abandonado con quien Bella terminará
conviviendo a cambio de la vida de su padre.
Si nos encontráramos a esta
película sin saber nada de su historia posiblemente nos indignaríamos por sus
enormes agujeros de guion, que caen constantemente en el Deux ex Machina y nos obligan
a hacer un acto de fe para tragarnos ciertas situaciones que suceden sin lógica
alguna, pero el hecho de conocer -o cuanto menos suponer- el final de antemano
permiten aceptar que las cosas pasan porque tienen que pasar y limitarnos a
disfrutar de un producto de entretenimiento que no aburre para nada y ofrece
algún recurso visual interesante.
Aun siendo una producción
francesa y con una limitación de recursos evidente, esta metáfora imperecedera
sobre la belleza oculta en el interior sigue la estela de las grandes
superproducciones de Hollywood como Jack
Cazagigantes u Oz, un mundo de
fantasía, recordando en su concepción visual a la Caperucita Roja de Catherine Hardwicke con decorados influenciados
en la mismísima Tierra Media parida por Peter Jackson.
Vicent Cassel impone su
presencia física a esa Bestia digitalizada que no tiene reparos en imitar a la
de Disney mientras que la Bella en cuestión la interpreta Léa Seydoux, recién
salida del éxito de La vida de Adèle y
a la que en breve veremos en El gran
hotel Budapest, habiendo un hueco incluso para nuestro Eduardo Noriega que
ejerce, como es menester, de villano del film.
Menos infantil de lo que
cabría esperar (de hecho el recurso más simpático, el de los perretes, es también lo que más
desentona), seguramente sería injusto a la vez que inevitable compararla con la
versión Disney, pero sí se encuentra muy por encima de otras versiones actuales
como la perpetrada por Vanessa Hudgens o la serie televisiva con la
"bella" Kristin Kreuk.
Un buen producto de entretenimiento sin demasiadas exigencias.
Un buen producto de entretenimiento sin demasiadas exigencias.
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