¿Tenía que ser él? es una película que ya desde su planteamiento no
busca cumplir una función de extrema originalidad. La confrontación
generacional, más cuando hay un padre y una hija de por medio, ha sido caldo de
cultivo para comedias americanas desde el inicio de los tiempos, haciendo
alarde de esa sobreprotección extrema (y normalmente irracional) que tan bien
representaran en sus respectivas épocas actores como Spencer Tracy, Steve
Martin y, más recientemente, Robert De Niro.
Es
precisamente Los padres de ella el referente más directo de ¿Tenía que ser él?, no en vano Ben
Stiller es uno de los productores, pero dando la vuelta a la tortilla. Es
decir, si en la película dirigida por Jay Roach Stiller era un tipo más o menos
normal y su futuro suegro el psicótico ex agente de la CIA pasado de vueltas,
ahora es el papá quien recae en el convencionalismo más caduco para que el
desfasado sea el yerno, totalmente alejado de aquello que todo padre desearía
para su hija (excepto en el insignificante detalle de que está forrado).
No
hay nada novedoso en otra comedia pretendidamente gamberra (otra cosa es que lo
consiga) que, una vez más, parece casi una quedada de amigos que una película
en sí, ya que Jonah Hill es uno de los que filma el guion y James Franco es
quien tiene carta blanca para todo tipo de exceso en ese humor cafre y grosero
en el que se siente tan a gusto.
¿Tenía que ser él? carece de la elegancia de Los padres de ella y sus secuelas (ni que decir tiene si la
comparamos con la blanquísima El padre de
la novia), volviendo a caer en el error de confundir gamberrismo con mal
gusto y conformarse con la simpleza de confiar casi todas las cartas en soltar
palabrotas y hacer chistes coitales o fecales.
Hay
una escena en la que el sufrido suegro está en una fiesta organizada por su
futuro yerno en la que el actor Bryan Cranston debe mostrar como su personaje
se encuentra superado por la situación. Es uno de esos momentos en los que uno
piensa: ¿qué demonios hago yo en medio de este fregado? y casi se podría
asegurar que esa escena simboliza la esencia del propio Cranston, un muy buen
actor que vale que se pasara por Godzilla un ratito porque a todos nos gusta cobrar el cheque a fin de mes, pero que aquí
está como pez fuera del agua por más que su talento sea lo que mantiene en pie
el film.
Franco,
por otra parte, vuelve a demostrar su bipolaridad interpretativa, capaz de
ofrecer personajes torturados como su Harry Osborn en el Spiderman de Raimi, el
trágico aventurero de 127 horas o su
contenida actuación en la miniserie 22/11/63
o de patochadas tan bochornosas como en Juerga hasta el fin o la infame Caballeros,
princesas y otras bestias. Aquí está totalmente desatado, y aunque no lo
hace del todo mal se nota cuando no hay un guion sólido tras él para obligarlo
a esforzarse en una interpretación de verdad. Quizá lo más destacado habría que buscarlo en las aportaciones de Keegan-Michael key o en el cameo de Kaley Couco, aunque esta última solo en voz (y que en su doblaje han respetado a Mar bordallo para ser fieles a su personaje de Penny de The big bang theory).
Como
he dicho al principio, el truco del choque generacional siempre funciona, así
que no voy a negar que la película tenga bastantes situaciones entretenidas y
que divierta por momentos, pero de nuevo nos encontramos con una de esas
películas que está plagada de buenas ideas que al final, quien sabe si por
culpa del guion o por desmerecimiento del propio director, un John Hamburg
bastante anodino, terminan desaprovechándose.
Además,
otro obstáculo en este tipo de comedias es que la sorpresa es siempre algo muy
limitado, ya que resulta obvio como va a acabar todo, así que al menos debemos
conformarnos con que la parte más forzadamente emotiva es más o menos efectiva
y logra ser creíble, que no es lo mismo que verosímil.
Valoración:
Cinco sobre diez.
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