Deslumbraron con Loreak y, aunque algo menos, lo volvieron a hacer con Handia, así que había mucha expectativa por la nueva película de Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga.
A groso modo, La trinchera infinita podría definirse como “otra película más” de la Guerra Civil, lo que, englobándola en ese tópico despectivo del que tantas veces se acusa al cine español. Sin embargo, eso sería un grave error, por más que la temática parta con el conflicto y se extienda durante gran parte de la dictadura de Franco (en este sentido puede ser complementaria de la también excelente Mientras dure la guerra, otra película valiente y diferente sobre la Guerra Civil, diametralmente opuesta a esta en fondo y formas, pero hermandadas precisamente por eso mismo). Y es que es cierto que el arranque viene propiciado por la llegada de los nacionales a un pequeño pueblo de Andalucía donde arrestan o ejecutan a los militantes políticos del lugar, haciendo que un concejal, Higinio, intente huir primero y esconderse en un agujero en su propia casa después para tratar de sobrevivir. Eran los llamados “topos”, personajes reales de esa época que llegaron a pasar años, o incluso décadas, ocultos por temor a las represalias. Pero una vez sentadas las bases y planteado el conflicto, la cosa deriva hacia un relato intimista y muy claustrofóbico que va más allá de cualquier conflicto armado (al final la historia está ambientada en la guerra Civil española como podría estarlo en Bosnia, siria o cualquier lugar donde el miedo obligue a cometer actos desesperados) para centrarse en las relaciones personales.
Rosa es la esposa de Higinio, y ambos forman un matrimonio enamorados y unidos en la desgracia. Pero el paso del tiempo puede con todo y la situación comienza a desgastar hasta los corazones más fuertes. Los celos, los miedos y el deseo de libertad hacen mella en la pareja, convirtiendo así el relato en un análisis magistral de las relaciones humanas, permitiendo entonces que el conflicto pase a segundo plano.
Y mientras contemplamos con angustia como el paso del tiempo sigue su curso, un tercer personaje entra en escena planteando un nuevo debate. Higino ha desafiado al ejército y sigue oculto entre dos paredes, habituado a vivir como un ratón, pero, ¿lo hace eso ser un héroe o un cobarde? Esta es otra rama del drama que plantea La frontera infinita, que por momentos recuerda el sentido de claustrofobia de Buried pero que se extiende más allá del agujero inmundo que conforma toda la vida de Higinio, recordándonos que no es él la única víctima de la situación y que es quizá Rosa, condenada a toda una vida de mentiras y disimulos, quien lleva la carga más pesada.
Todo esto lo cuentan Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga en los muchos momentos de asfixiante cotidianidad en los que, aparentemente, no está ocurriendo nada, pero de alguna manera consiguen que ese lento devenir de los acontecimientos se pegue a la piel del espectador, transmitiendo toda la angustia y la soledad de los protagonistas y no concediéndole ni un respiro. No hay espacio para el aburrimiento ni la desidia, y la sensación al salir del cine, a ver cielo abierto, es de total liberación.
Para ello, los directores apuestan por una puesta en escena opresiva, impidiendo que veamos con claridad lo que sucede en el mundo exterior, un mundo exterior muchas veces reducido a un agujero en la pared, tal y como lo está viviendo el propio Higinio, recurriendo a la cámara en mano en los escasos momentos de exteriores y a una fotografía muy detallada en manos de Javier Aguirre (también responsable de la no menos brillante pero visualmente opuesta Ventajas de viajar en tren).
Todo esto no sería posible, desde luego, sin dos grandes actores a los que aferrarse. Y aunque ya estemos acostumbrados a las portentosas interpretaciones de Antonio de la Torre (transformación física incluida) es Belén Cuesta (más dada a la comedia) quien se debería llevar todos los méritos, haciendo un trabajo encomiable y siendo ella quien logra la empatía total con el espectador. Eso sin desmerecer a ninguno de los secundarios, todos a gran nivel.
Es, pues, La trinchera infinita, la mejor película hasta la fecha de sus ya galardonados directores, una apuesta valiente y complicada que triunfa desde su simpleza y que se queda agarrada a la retina (y al corazón) del espectador hasta muchas horas después de su final.
Valoración: Nueve sobre diez.
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