En 2006 el actor Sacha Baron Cohen se hizo mundialmente famoso con la película Borat, en la que daba vida a un reportero de Kazakhstán recorriendo Estáis Unidos. Filmada como si se tratase de un documental real, hacía una terrible sátira de la sociedad americana que era retratada, sin conocimiento previo, en una colección de situaciones tan incómodas como esperpénticas.
El actor y
guionista, sin embargo, siempre se ha servido atraído por los excesos (sólo
ahora está demostrando su capacidad para registros dramáticos, como demuestra
su participación en El juicio de los siete de Chicago), siendo la mayor prueba de su mal gusto la película Agente contrainteligente, con un tipo de
humor con el que no suelo comulgar. Por eso, no fui de los que cayeron rendidos
a los pies de su Borat, que entiendo
que es algo aplaudible como experimento y que crea a un icono cinematográfico
innegable, con tanta fuerza conceptual como nuestro Torrente, pero como
película no me pareció más que un chiste de dudoso gusto.
Por ello, no
esperaba absolutamente de esta secuela, que consideraba un mero ejercicio de
buscar un éxito asegurado por más que el autor se detuviera poco menos que el
salvador de la democracia.
Pero o bien Sacha
Baron Cohen ha madurado o, simplemente, ha aprendido, pues lo cierto es que he
llegado a disfrutar bastante con esta bufonada que destripa de nuevo el espíritu
americano con una mala leche insólita y una corrosión que redunda en todo lo
políticamente incorrecto.
Puede que la clave
que diferencia la primera película con esta Borat: película film secuela sea su estructura. Mientras el film de 2006 era una sucesión
de gags en una road movie justificada
por la búsqueda por parte de Vida y de la ex vigilante de la playa Pamela
Anderson, aquí la trama está mucho más trabajada. Con dos escenarios terribles
como telón de fondo (la presidencia de Donald Trump y la pandemia provocada por
el covid-19), esta secuela de Borat se atreve a ponerse seria al analizar la
relación paterno filial de Borat, aprovechando para lanzar un mensaje de
comportamiento femenino.
No es que Cohen no
recurra a algún que otro momento de escatología de dudoso gusto (momento baile
de la fertilidad, por ejemplo), pero parece mucho más comedido que en otras
ocasiones, permitiendo que la incomodidad no recaiga en el espectador sino
sobre los pobres incautos a los que atraía con su red, haciendo un generoso
muestrario de la estupidez humana (tampoco debemos caer en la trampa de pensar
que sólo los republicanos son estúpidos), poniendo de prueba, de paso, al
público que debe aceptar el humor ácido pero inteligente de las situaciones aún
a riesgo de poder verse reconocido en alguna de ellas.
Y eso sin mencionar
el genial giro final que desvela uno de los interrogantes más repetidos de los
últimos tiempos.
En resumen, que
siendo tan incómoda y crítica como la anterior, ha sabido evolucionar para
bien, poniendo el dedo en la llaga sin remordimientos pero sin ensuciar la
sátira con el exceso de chistes de cacas y penes habituales en él. Y, de
regalo, nos presenta a una actriz de mucho futuro, Maria Bakalova, con quien
Cohen demuestra una gran química. Otra cosa es que merezca el Globo de Oro a la
mejor comedia del año, pero puede que ahí haya un mensaje político más que
artístico…
Valoración: Siete
sobre diez.
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