Un conato de nostalgia embargó a Diego al sentarse al volante de su viejo SEAT Ibiza SXi del 89. El Highway to Hell de AC/DC sonaba a todo volumen en el castigado radio-cassette, transportándolo a aquella época ya lejana donde el futuro no existía y la única meta era llegar lo más rápido posible al otro lado del horizonte, aunque para ello hubiese que tomar un atajo por el infierno. Nada importaba más que la próxima canción, la última chica o la siguiente cerveza, como elementos decorativos de un mundo que no comprendía y del que sólo se sentía a salvo mientras conducía, a toda velocidad, ese fiel Ibiza del 89.
Era otro domingo más, uno de tantos en los que Diego acudía con su familia a la casa de campo familiar donde tantas veces se habían juntado todos los hermanos alrededor de sus padres para darse atracones de calçots con salsa casera y parrillada con alioli, siempre protegidos por baberos ridículos camuflados en ceniza.
Había pasado mucho tiempo ya desde aquellos festines, en los que Don Jacinto Peronte, el patriarca de bigote imposible, levantaba su vaso de vino para brindar por su familia y la felicidad que le producía verlos a todos allí reunidos. Y había pasado mucho más aún de aquellos días en los que Diego iba ataviado con camisetas de Eddie, la mascota de Iron Maiden, y chupas de cuero con parches de Harley-Davidson, cuando el viento que entraba por la ventanilla revolvía su melena negra y lo impregna todo con aroma a gasolina y neumático quemado. Cuando el «vive rápido, muere joven y haz un bonito cadáver» que se suponía había dicho alguna vez James Dean era su propia máxima.-Menos mal que ahí estabas tú para frenarme un poco, ¿eh, papá? -le dijo al asiento vacío del copiloto.
No se consideraba a sí mismo una persona nostálgica, pero esas visitas semanales al viejo cacharro de su infancia eran casi un dogma para él. «Living easy, living free», le gritaba a través de unos altavoces algo distorsionados Bon Scott, tal y como hiciera en los mágicos años noventa, mientras el pobre de Don Jacinto se desgañitaba tratando de hacerse oír por encima de ese ruido ensordecedor.
«Baja la dichosa música.»
«No corras tanto.»
«Vuelve a casa temprano.»
«Haz caso a tu madre.»
«Si no quieres estudiar buscate un trabajo.»
Consejos y más consejos de los que Diego escapaba a golpe de gas, quemando el neumático contra el asfalto.
-Por aquel entonces era bastante cretino, ¿verdad? -preguntó de nuevo al silencio.
Y fue el pasar del tiempo quien le contestó, escupiendo desde el espejo la imagen de un Diego ya arrugado, de cráneo rasurado y dibujos canosos en su barba.
Recordó la sucesión de acontecimientos. Las horas muertas junto a su viejo haciendo cambios de aceite o puestas a punto al motor. El primer beso a Marta en el asiento de atrás, uno de los últimos servicios del fiel Ibiza, que ya había sido sustituido por un León familiar el día del entierro de Don Jacinto, con Marta ya embarazada. La bestia ya había sido domada y su último acto de rebeldía había sido el de conservar el viejo coche en esa especie de mausoleo en que se había convertido el garaje. La velocidad deportiva dio paso a una circulación suave para no despertar al bebé y antes de darse cuenta el rock había sido sustituido por los Cantajuegos (sea lo que sea que eso signifique) y a medida que su cabello menguaba y su barriga se expandida el ser que habitaba en el asiento de atrás y al que a la madre le había dado por bautizar como Saulo, se convertía en un perfecto desconocido.
Siempre oculto bajo unos auriculares enormes aunque no lo suficiente como para amortiguar el sonido de la música, ajeno a conversaciones familiares y encerrado en su propio capullo, el niño se hacía hombre mientras se dedicaba, por el camino, a sacar de quicio al pobre padre.
«Baja la dichosa música.»
«No corras tanto.»
«Vuelve a casa temprano.»
«Haz caso a tu madre.»
«Si no quieres estudiar buscate un trabajo.»
Y un día Diego, que había aceptado el hecho de que el Rock había muerto pero se negaba a proclamar aquello de «larga vida al trap», se dio cuenta de que Saulo se había convertido en la versión joven de él mismo y él era ahora Don Diego.
-Ya madurará, ¿verdad? -de nuevo interrogó a su propia soledad. -Yo lo hice.
Claro que él no era como su hijo. Esa era una generación perdida, que preferían hacer un botellón en la acera que salir de copas a un bareto musical, jugaban a matar yonkis y putas on-line en lugar de bajar a pelotear al parque y mantener relaciones con desconocidos mediante apps virtuales antes que currárselo con las niñas monas del barrio en la puerta de la disco. Una generación que no se parecía nada a la suya, incapaz de conectar con sus mayores, y que a la vez era casi idéntica a ella.
Diego había albergado la esperanza de que su retoño hubiera sentado la cabeza ahora que tenía novia, aunque nunca se la había presentado como tal (parece que ya no se hacen esas cosas). Que se centrara y empezara a buscar un trabajo serio y a preocuparse por el futuro, ese futuro del que él mismo renegaba hasta que tuvo conciencia, y la preocupación por el cambio climático lo impulsara a cambiar el León por un Tarraco e-HYBRID en pos de la ecología. Pero pocas ilusiones se hacía cuando la tal Camila (presunta aspirante a nuera) ni siquiera se había presentado a la comida familiar, pese a que siempre la habían recibido con los brazos abiertos. Estaba indispuesta, había dicho, o alguna excusa parecida.
Y mientras en la cinta de cassette que algún amigo ya olvidado le grabó con lo mejor del rock de la época empezó a sonar una versión en directo del Satisfaction de los Rolling, Diego se aferró más que nunca a los recuerdos de esa época que no habría de volver ya más.
-Nunca hace caso, papá -le dijo al abuelo que nunca llegó a ser-. No escucha mis consejos, no quiere ni oír hablar de mis viejas historias. Y sé que si me dejara tendría tantas cosas por enseñarle... Pero pasa de la familia, no se separa del móvil, ni deja de escuchar esa odiosa música que no entiendo. Es casi…
Y entonces, de algún lugar muy cercano, le llegó la respuesta en forma de iluminación.
-Es casi como era yo, pendiente sólo de mi coche y mi rock'n'roll.
En cierto modo, podía sentir la sonrisa de su padre, recordar cuántas veces le había oído consolar a su madre con la clásica frase de «aún es joven, ya cambiará». Y vaya si cambió. De hecho, hubo un momento es que llegó a reconocer que quizá fuese la insistencia algo cansina de su padre lo que le había evitado terminar en la cuneta haciendo un cadáver que seguramente no habría tenido nada de bonito.
-¿Es así, papá? ¿Debo mantener la esperanza? ¿Tú qué opinas?
-¡El fuego!
La voz lo sobresaltó, desorientándolo momentáneamente. Movió el espejo retrovisor interior y reconoció la silueta desgarbada de su chaval bajo el umbral de la puerta del garaje. Estaba gritando para hacerse oír por encima de la voz de Mick Jagger hasta que Diego apagó el radio-cassette.
-Que dice mamá que espabiles con el fuego o los calçots serán ya para merendar -repitió con desgana.
Diego se encogió de hombros y salió al fin de esa especie de máquina del tiempo en que se había convertido su Ibiza. Lo rodeó por delante y abrió la puerta del copiloto.
-Adiós, papá. Nos vemos el domingo que viene.
Saulo lo miró con resignación, acostumbrado ya a las rarezas de su padre. Se disponía a regresar al exterior cuando echó un último vistazo al viejo coche.
-Deberías librarte de este cacharro de una vez. Quizá aún podrías sacarle algo de pasta por Wallapop.
-Forma parte de la familia, pero no creo que puedas entender lo especial que es.
Saulo se limitó a encogerse de hombros y señalar hacia un neumático.
-Y encima tienes una rueda pinchada.
Diego se puso en cuclillas para revisarla. No vio ninguna marca que revelara el pinchazo, así que descartó lo peor.
-Sólo ha perdido aire. Luego la volveré a inflar.
Estuvo a punto de preguntar a su hijo si lo quería ayudar, pero sabía que era una pérdida de tiempo. Ni siquiera lo habría escuchado, ensimismado como estaba ya el joven leyendo un mensaje en su smartphone.
Lo que en esos momentos no podía ni imaginar Diego era el contenido de ese mensaje y lo que les iba a cambiar las vidas.
«Ya es definitivo. Estoy embarazada» se leía. Y tras una sucesión de emoticonos sonrientes proseguía: «¿Estás preparado para ser papá?»
Saulo respondió con una carita asombrada y una sucesión exagerada de emojis lanzando besos y otros símbolos de alegría, flamenca bailando incluida.
Carmela se despidió con: «Da un beso a tus padres de mi parte. Yo voy a descansar un rato; llámame tras el postre» Y nuevo intercambio de carantoñas virtuales.
Tras tomarse unos segundos para digerir la noticia Saulo, con una sonrisa boba iluminando el rostro, ayudó a su padre a ponerse en pie y le pasó un brazo por encima del hombro.
-Estaba pensando que tendría que empezar a aprender cómo preparar una buena barbacoa, ¿no crees? Y mientras se va haciendo el fuego quizá podrías contarme alguna de tus aventuras con el Ibiza este, ¿te parece? O te podría echar una mano con esa rueda, no sé...
Diego no entendía nada, pero tampoco le importaba. Había aprendido que ante las cosas buenas era mejor dedicarse a disfrutar el momento sin hacerse muchas preguntas, no fuese a ser un espejismo. Justo antes de salir los dos juntos del garage el padre se giró una última vez hacia su coche.
En el espejo interior vio reflejado el rostro de Don Jacinto que, sonriente, le guiñaba un ojo.
Una vez en el exterior, el chico se sobresaltó al escuchar el sonido de la puerta del copiloto cerrándose sola, aunque Diego ni se inmutó. Algún día le explicaría a su hijo por qué seguía encerrándose en ese viejo coche cada domingo. Algún día.
Pero de momento, ese seguiría siendo su secreto. Suyo y de su padre, el bueno de Don Jacinto.
Para mi padre.
Para mi hijo.
Era otro domingo más, uno de tantos en los que Diego acudía con su familia a la casa de campo familiar donde tantas veces se habían juntado todos los hermanos alrededor de sus padres para darse atracones de calçots con salsa casera y parrillada con alioli, siempre protegidos por baberos ridículos camuflados en ceniza.
Había pasado mucho tiempo ya desde aquellos festines, en los que Don Jacinto Peronte, el patriarca de bigote imposible, levantaba su vaso de vino para brindar por su familia y la felicidad que le producía verlos a todos allí reunidos. Y había pasado mucho más aún de aquellos días en los que Diego iba ataviado con camisetas de Eddie, la mascota de Iron Maiden, y chupas de cuero con parches de Harley-Davidson, cuando el viento que entraba por la ventanilla revolvía su melena negra y lo impregna todo con aroma a gasolina y neumático quemado. Cuando el «vive rápido, muere joven y haz un bonito cadáver» que se suponía había dicho alguna vez James Dean era su propia máxima.-Menos mal que ahí estabas tú para frenarme un poco, ¿eh, papá? -le dijo al asiento vacío del copiloto.
No se consideraba a sí mismo una persona nostálgica, pero esas visitas semanales al viejo cacharro de su infancia eran casi un dogma para él. «Living easy, living free», le gritaba a través de unos altavoces algo distorsionados Bon Scott, tal y como hiciera en los mágicos años noventa, mientras el pobre de Don Jacinto se desgañitaba tratando de hacerse oír por encima de ese ruido ensordecedor.
«Baja la dichosa música.»
«No corras tanto.»
«Vuelve a casa temprano.»
«Haz caso a tu madre.»
«Si no quieres estudiar buscate un trabajo.»
Consejos y más consejos de los que Diego escapaba a golpe de gas, quemando el neumático contra el asfalto.
-Por aquel entonces era bastante cretino, ¿verdad? -preguntó de nuevo al silencio.
Y fue el pasar del tiempo quien le contestó, escupiendo desde el espejo la imagen de un Diego ya arrugado, de cráneo rasurado y dibujos canosos en su barba.
Recordó la sucesión de acontecimientos. Las horas muertas junto a su viejo haciendo cambios de aceite o puestas a punto al motor. El primer beso a Marta en el asiento de atrás, uno de los últimos servicios del fiel Ibiza, que ya había sido sustituido por un León familiar el día del entierro de Don Jacinto, con Marta ya embarazada. La bestia ya había sido domada y su último acto de rebeldía había sido el de conservar el viejo coche en esa especie de mausoleo en que se había convertido el garaje. La velocidad deportiva dio paso a una circulación suave para no despertar al bebé y antes de darse cuenta el rock había sido sustituido por los Cantajuegos (sea lo que sea que eso signifique) y a medida que su cabello menguaba y su barriga se expandida el ser que habitaba en el asiento de atrás y al que a la madre le había dado por bautizar como Saulo, se convertía en un perfecto desconocido.
Siempre oculto bajo unos auriculares enormes aunque no lo suficiente como para amortiguar el sonido de la música, ajeno a conversaciones familiares y encerrado en su propio capullo, el niño se hacía hombre mientras se dedicaba, por el camino, a sacar de quicio al pobre padre.
«Baja la dichosa música.»
«No corras tanto.»
«Vuelve a casa temprano.»
«Haz caso a tu madre.»
«Si no quieres estudiar buscate un trabajo.»
Y un día Diego, que había aceptado el hecho de que el Rock había muerto pero se negaba a proclamar aquello de «larga vida al trap», se dio cuenta de que Saulo se había convertido en la versión joven de él mismo y él era ahora Don Diego.
-Ya madurará, ¿verdad? -de nuevo interrogó a su propia soledad. -Yo lo hice.
Claro que él no era como su hijo. Esa era una generación perdida, que preferían hacer un botellón en la acera que salir de copas a un bareto musical, jugaban a matar yonkis y putas on-line en lugar de bajar a pelotear al parque y mantener relaciones con desconocidos mediante apps virtuales antes que currárselo con las niñas monas del barrio en la puerta de la disco. Una generación que no se parecía nada a la suya, incapaz de conectar con sus mayores, y que a la vez era casi idéntica a ella.
Diego había albergado la esperanza de que su retoño hubiera sentado la cabeza ahora que tenía novia, aunque nunca se la había presentado como tal (parece que ya no se hacen esas cosas). Que se centrara y empezara a buscar un trabajo serio y a preocuparse por el futuro, ese futuro del que él mismo renegaba hasta que tuvo conciencia, y la preocupación por el cambio climático lo impulsara a cambiar el León por un Tarraco e-HYBRID en pos de la ecología. Pero pocas ilusiones se hacía cuando la tal Camila (presunta aspirante a nuera) ni siquiera se había presentado a la comida familiar, pese a que siempre la habían recibido con los brazos abiertos. Estaba indispuesta, había dicho, o alguna excusa parecida.
Y mientras en la cinta de cassette que algún amigo ya olvidado le grabó con lo mejor del rock de la época empezó a sonar una versión en directo del Satisfaction de los Rolling, Diego se aferró más que nunca a los recuerdos de esa época que no habría de volver ya más.
-Nunca hace caso, papá -le dijo al abuelo que nunca llegó a ser-. No escucha mis consejos, no quiere ni oír hablar de mis viejas historias. Y sé que si me dejara tendría tantas cosas por enseñarle... Pero pasa de la familia, no se separa del móvil, ni deja de escuchar esa odiosa música que no entiendo. Es casi…
Y entonces, de algún lugar muy cercano, le llegó la respuesta en forma de iluminación.
-Es casi como era yo, pendiente sólo de mi coche y mi rock'n'roll.
En cierto modo, podía sentir la sonrisa de su padre, recordar cuántas veces le había oído consolar a su madre con la clásica frase de «aún es joven, ya cambiará». Y vaya si cambió. De hecho, hubo un momento es que llegó a reconocer que quizá fuese la insistencia algo cansina de su padre lo que le había evitado terminar en la cuneta haciendo un cadáver que seguramente no habría tenido nada de bonito.
-¿Es así, papá? ¿Debo mantener la esperanza? ¿Tú qué opinas?
-¡El fuego!
La voz lo sobresaltó, desorientándolo momentáneamente. Movió el espejo retrovisor interior y reconoció la silueta desgarbada de su chaval bajo el umbral de la puerta del garaje. Estaba gritando para hacerse oír por encima de la voz de Mick Jagger hasta que Diego apagó el radio-cassette.
-Que dice mamá que espabiles con el fuego o los calçots serán ya para merendar -repitió con desgana.
Diego se encogió de hombros y salió al fin de esa especie de máquina del tiempo en que se había convertido su Ibiza. Lo rodeó por delante y abrió la puerta del copiloto.
-Adiós, papá. Nos vemos el domingo que viene.
Saulo lo miró con resignación, acostumbrado ya a las rarezas de su padre. Se disponía a regresar al exterior cuando echó un último vistazo al viejo coche.
-Deberías librarte de este cacharro de una vez. Quizá aún podrías sacarle algo de pasta por Wallapop.
-Forma parte de la familia, pero no creo que puedas entender lo especial que es.
Saulo se limitó a encogerse de hombros y señalar hacia un neumático.
-Y encima tienes una rueda pinchada.
Diego se puso en cuclillas para revisarla. No vio ninguna marca que revelara el pinchazo, así que descartó lo peor.
-Sólo ha perdido aire. Luego la volveré a inflar.
Estuvo a punto de preguntar a su hijo si lo quería ayudar, pero sabía que era una pérdida de tiempo. Ni siquiera lo habría escuchado, ensimismado como estaba ya el joven leyendo un mensaje en su smartphone.
Lo que en esos momentos no podía ni imaginar Diego era el contenido de ese mensaje y lo que les iba a cambiar las vidas.
«Ya es definitivo. Estoy embarazada» se leía. Y tras una sucesión de emoticonos sonrientes proseguía: «¿Estás preparado para ser papá?»
Saulo respondió con una carita asombrada y una sucesión exagerada de emojis lanzando besos y otros símbolos de alegría, flamenca bailando incluida.
Carmela se despidió con: «Da un beso a tus padres de mi parte. Yo voy a descansar un rato; llámame tras el postre» Y nuevo intercambio de carantoñas virtuales.
Tras tomarse unos segundos para digerir la noticia Saulo, con una sonrisa boba iluminando el rostro, ayudó a su padre a ponerse en pie y le pasó un brazo por encima del hombro.
-Estaba pensando que tendría que empezar a aprender cómo preparar una buena barbacoa, ¿no crees? Y mientras se va haciendo el fuego quizá podrías contarme alguna de tus aventuras con el Ibiza este, ¿te parece? O te podría echar una mano con esa rueda, no sé...
Diego no entendía nada, pero tampoco le importaba. Había aprendido que ante las cosas buenas era mejor dedicarse a disfrutar el momento sin hacerse muchas preguntas, no fuese a ser un espejismo. Justo antes de salir los dos juntos del garage el padre se giró una última vez hacia su coche.
En el espejo interior vio reflejado el rostro de Don Jacinto que, sonriente, le guiñaba un ojo.
Una vez en el exterior, el chico se sobresaltó al escuchar el sonido de la puerta del copiloto cerrándose sola, aunque Diego ni se inmutó. Algún día le explicaría a su hijo por qué seguía encerrándose en ese viejo coche cada domingo. Algún día.
Pero de momento, ese seguiría siendo su secreto. Suyo y de su padre, el bueno de Don Jacinto.
Para mi padre.
Para mi hijo.
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