Hace
ya muchos años, no habría dudado en definir a Kenneth Branagh como uno de mis
directores preferidos. Los amigos de
Peter fue una película que me marcó, y sus aproximaciones a Shakespeare, ya
sean en tono dramático con Enrique V
o ligero, con Mucho ruido y pocas nueces,
me fascinaron, aplaudiendo incluso títulos menores, tales como Morir todavía, y definiendo a capa y
espada su subestimada Frakenstein.
Pero
su Hamlet de más de cinco horas fue su obra magna y el principio de su fin, y
perdido en la maquinaria de Hollywood el autor irlandés terminó cayendo en las
garras de las mayors, que empezaron a opacar su talento. Sigo siendo de los que
ven una gran película (con un problema claro de presupuesto) en su Thor (muchos olvidan que de ahí proviene
la concepción como personaje de Loki, el más atractivo villano de Marvel hasta la fecha) y aún quedan
rasgos de su estilo en su Cenicienta, cosa que no consiguieron imponer otros
grandes arrastrado por el tsunami Disney (busquen algún indicio de Guy Ritchie
en Aladdin o de Tim Burton en Dumbo). Por eso, en los últimos tiempos
ha alternado películas irregulares o, al menos, totalmente carentes de su
identidad, como La huella o la totalmente fallida Artemis Fowl, con éxitos comerciales pero de escasa personalidad,
tales como Jack Ryan: Operación Sombra
o su Asesinato en el Orient Express.
Ni siquiera sus nuevos acercamientos al universo de Shakespeare sirvieron para
sacarlo del agujero, y nadie (o casi nadie) vio títulos como Trabajos de amor perdidos, La flauta mágica o El último acto.
Afortunadamente,
Brannagh es capaz de resurgir de sus cenizas cual ave fénix, y como contradiciendo
a la bocazas de Jane Campion, volver a sus orígenes para, como hiciera Pedro
Almodóvar con Dolor y gloria,
recurrir a su propia historia para componer un doloroso, pero simpático a la
vez, relato que sin llegar a ser literalmente autobiográfico, lo parece.
Belfast, filmada en un glorioso blanco y negro que rememora a
la época de En lo más crudo del crudo
invierno, viene a explicarnos, a su manera, los comienzos del conflicto
entre católicos y protestantes en la Irlanda de 1968, cuando dio comienzo el
turbio periodo conocido popularmente como The
Troubles. Así, Branagh nos conduce hacia su propia infancia en una obra con
claros componentes biográficos para retratar los convulsos problemas de una
sociedad desde el punto de vista de Buddy, el niño de nueve años que bien
podría haberse llamado Kenneth.
No
es nueva la forma de narrar una época oscura a través de los ojos de un niño.
Ya lo hizo maravillosamente bien Taika Waititi en Jojo Rabbit y, con menor gracia, Mark Herman en El niño con el pijama a rallas, por poner solo un par de
ejemplos.
Además,
consiguiendo una cinta emotiva y por momentos dura, Branagh no busca el melodrama
exagerado, ni hay apenas escenas de lagrimita fácil, haciendo que el visionado
de la misma sea mucho más agradable que la clásica muestra de pornografía
emocional en la que sería tan fácil caer. Pese a la implicación emocional del
autor con la historia narrada, consigue dar un paso atrás para centrar su
visión a la creación de ese niño tan parecido a él y dejar que las acciones
hablen por sí solas.
Puede
que algunos echen en falta la grandilocuencia propia de otras películas sobre
dramas históricos aspirantes al Oscar, pero es precisamente esa aparente
sencillez la que engrandece a un título que no necesita de adornos para avisar
al espectador de lo que debe sentir o pensar en cada momento.
De
entrada, ya ha conseguido devolverme la Fe en mi idolatrado Kenneth Branagh.
Espero impaciente su próximo trabajo lejos del detective Poirot.
Valoración:
Ocho sobre diez.
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