viernes, 4 de febrero de 2022

Cine: BELFAST

Hace ya muchos años, no habría dudado en definir a Kenneth Branagh como uno de mis directores preferidos. Los amigos de Peter fue una película que me marcó, y sus aproximaciones a Shakespeare, ya sean en tono dramático con Enrique V o ligero, con Mucho ruido y pocas nueces, me fascinaron, aplaudiendo incluso títulos menores, tales como Morir todavía, y definiendo a capa y espada su subestimada Frakenstein.

Pero su Hamlet de más de cinco horas fue su obra magna y el principio de su fin, y perdido en la maquinaria de Hollywood el autor irlandés terminó cayendo en las garras de las mayors, que empezaron a opacar su talento. Sigo siendo de los que ven una gran película (con un problema claro de presupuesto) en su Thor (muchos olvidan que de ahí proviene la concepción como personaje de Loki, el más atractivo villano de Marvel hasta la fecha) y aún quedan rasgos de su estilo en su Cenicienta, cosa que no consiguieron imponer otros grandes arrastrado por el tsunami Disney (busquen algún indicio de Guy Ritchie en Aladdin o de Tim Burton en Dumbo). Por eso, en los últimos tiempos ha alternado películas irregulares o, al menos, totalmente carentes de su identidad, como La huella o la totalmente fallida Artemis Fowl, con éxitos comerciales pero de escasa personalidad, tales como Jack Ryan: Operación Sombra o su Asesinato en el Orient Express. Ni siquiera sus nuevos acercamientos al universo de Shakespeare sirvieron para sacarlo del agujero, y nadie (o casi nadie) vio títulos como Trabajos de amor perdidos, La flauta mágica o El último acto.

Afortunadamente, Brannagh es capaz de resurgir de sus cenizas cual ave fénix, y como contradiciendo a la bocazas de Jane Campion, volver a sus orígenes para, como hiciera Pedro Almodóvar con Dolor y gloria, recurrir a su propia historia para componer un doloroso, pero simpático a la vez, relato que sin llegar a ser literalmente autobiográfico, lo parece.

Belfast, filmada en un glorioso blanco y negro que rememora a la época de En lo más crudo del crudo invierno, viene a explicarnos, a su manera, los comienzos del conflicto entre católicos y protestantes en la Irlanda de 1968, cuando dio comienzo el turbio periodo conocido popularmente como The Troubles. Así, Branagh nos conduce hacia su propia infancia en una obra con claros componentes biográficos para retratar los convulsos problemas de una sociedad desde el punto de vista de Buddy, el niño de nueve años que bien podría haberse llamado Kenneth.

No es nueva la forma de narrar una época oscura a través de los ojos de un niño. Ya lo hizo maravillosamente bien Taika Waititi en Jojo Rabbit y, con menor gracia, Mark Herman en El niño con el pijama a rallas, por poner solo un par de ejemplos.

Así, a través de Buddy, conocemos como era la vida en esa calle de Belfast atrincherada, protegida (es un decir) por la policía y el ejército, en la que amigos y vecinos se odian por el simple hecho de proceder de diferentes religiones. Y eso, sin perder el sentimiento de hogar, de lugar seguro y amable donde vivir, donde criar a unos niños, jugando en la calle, disfrutando de la pelota o incluso conociendo a su primer amor. Esta dualidad entre estar en casa y ser odiado es lo que provoca el debate de los padres de Buddy sobre si les conviene quedarse o emigrar de allí, y esa es la gran pregunta que la película formula, sin atreverse a ofrecer ninguna respuesta tajante y llegando, incluso, a dedicar Branagh el film tanto a «los que se marcharon» como  «los que se quedaron», sin olvidarse, por supuesto, de «los que se perdieron».

Además, consiguiendo una cinta emotiva y por momentos dura, Branagh no busca el melodrama exagerado, ni hay apenas escenas de lagrimita fácil, haciendo que el visionado de la misma sea mucho más agradable que la clásica muestra de pornografía emocional en la que sería tan fácil caer. Pese a la implicación emocional del autor con la historia narrada, consigue dar un paso atrás para centrar su visión a la creación de ese niño tan parecido a él y dejar que las acciones hablen por sí solas.

Puede que algunos echen en falta la grandilocuencia propia de otras películas sobre dramas históricos aspirantes al Oscar, pero es precisamente esa aparente sencillez la que engrandece a un título que no necesita de adornos para avisar al espectador de lo que debe sentir o pensar en cada momento.

De entrada, ya ha conseguido devolverme la Fe en mi idolatrado Kenneth Branagh. Espero impaciente su próximo trabajo lejos del detective Poirot.

 

Valoración: Ocho sobre diez.

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