Como
no es mi intención mentir ni tratar de engañar a nadie, no voy a ocultar mi
total devoción hacia el cine de Kenneth Branagh, siendo Los amigos de Peter una de mis películas preferidas y considerando
su Frankenstein o su Mucho ruido y pocas nueces como
verdaderas obras maestras.
Cierto
es que de un tiempo a esta parte el señor Branagh ha perdido parte de su magia,
con algún patinazo como La huella,
películas carentes de su sello personal como en Jack Ryan: Operación Sombra o embarcándose en blockbusters
aparentemente alejados de su narrativa intimista y británica como el Thor que filmó para Marvel (una muy
buena película con excelentes momentos en Asgard y por la que apenas se le ha
reconocido a Branagh el mérito de ser el “descubridor” de Tom Hiddleston). Y
por eso, cuando supe que iba a ser el encargado de dirigir una nueva adaptación
en imagen real de un cuento de Disney me llevé las manos a la cabeza. Otro más
que se vende al dinero fácil, pensé, tal y como sucedió con mi otrora admirado
Tim Burton y su alucinógena Alicia en el
país de las Maravillas.
Nada
más alejado de la realidad. Argumentalmente hablando, Branagh no inventa nada,
limitándose a transcribir en imágenes la historia clásica, paso por paso,
añadiendo si cabe alguna pincelada con la que rellenar los huecos elípticos que
la historia original poseía. Sin embargo, desde el punto de vista visual, Cenicienta es sencillamente sublime.
Innegablemente
hermanada a Mucho ruido y pocas nueces
(como en aquella, el compositor Patrick Doyle está especialmente inspirado), Cenicienta posee la fuerza visual que
tanto me apasiona de Branagh y que, excepto en momentos fugaces de Thor, no veía desde Frankenstein. Movimientos de cámara impecables, travelings
maravillosos, grandes panorámicas… Momentos como los de la transformación (el
reencuentro de Branagh con Helena Bonham Carter tras su flirteo en Frankenstein nos permite recordar que
bajo el excesivo maquillaje gótico con la que la inundaba Burton se oculta una
hermosa mujer) de Cenicienta, el baile (nadie sabe filmar escenas de baile como
el norirlandés), la sutil pero asfixiante madrasta que compone Cate Blanchet,
la dulce fragilidad de la Cenicienta Lily James (poco conocida actriz rescatada
de Downton Abbey y a la que pronto
veremos en Orgullo y Prejuicio y zombies),
todo brilla con luz propia en una película que consigue la magnificencia sin
necesidad de (como sucedió con Maléfica,
Mirrow, Mirrow o Blancanieves y la leyenda del cazador) inventarse caminos
alternativos. Para ello, Branagh ha sabido rodearse, además, de buenos amigos y
actores de la casa para papeles secundarios, como su eternamente idolatrado
Dereck Jacobi, Nonso Anozie (a quien dirigió en Jack Ryan: Operación Sombra), Stellan Skarsgärd (Thor), Hayley Atwell (la Agente
Carter del Universo Marvel), y un plantel de secundarios básicamente
británico.
Clásica
hasta la extenuación, Branagh sabe cómo conjugar los momentos más delirantes
del film de animación (incluyendo el protagonismo de los ratoncillos o las
insufribles hermanastras) para que no desentonen en un cuento de hadas
destinado a seducir a una nueva generación sin tener porqué dejar de interesar
a los que crecieron con la versión animada del zapato de cristal.
No
voy a negar que en los últimos tiempos hemos sufrido un abuso de revisiones de los
cuentos clásicos, ya sea como nuevas adaptaciones o como invenciones del estilo
de Into the Woods, pero la aparición
de títulos como este valen por sí solos para justificar la basurilla que nos
están haciendo tragar con calzador.
Nadie
podría imaginar que una versión de la Cenicienta
sería el film más taquillero de Kenneth Branagh en toda su carrera, y el mejor
de las dos últimas décadas, pero así ha sido, y espero que suponga un punto de
inflexión para el genial realizador y que sirva esto para revitalizar una
carrera que estaba tomando un extraño rumbo.
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