Parece
curioso, pero cuando un actor decide embarcarse en la tarea de dirigir su
propia obra es fácil dejarse tentar por una historia épica y de superación,
como en el Bailando con lobos de
Kevin Costner o la Invencible de
Angelina Jolie (en el caso de la señora de Brad Pitt se trataba en realidad de
su segunda película, aunque la primera con carácter plenamente comercial).
De
hecho, hay varios puntos en común entre El
maestro del agua e Invencible,
pues ambas son desgarradoras historias reales con un profundo sentido trágico
que invita a la reflexión en contra de cualquier conflicto bélico (en los
ejemplos expuestos datados en la I y II Guerra Mundial respectivamente) y
planteando las diferencias e igualdades entre los diferentes bandos (aunque
siendo realistas los japoneses de la película de la Jolie quedan bastante peor
retratados que los turcos de El maestro
del agua).
Parece
ser que hace tiempo que el gusanillo de la dirección había picado a Rusell
Crowe, pero no ha sido hasta ahora que ha podido hacer su sueño realidad,
descubriendo que este nuevo oficio parece llenarle mucho más que el de actuar,
por más que –en un nada disimulado ataque de ego- se reserva el casi
omnipresente papel protagonista de su film.
El maestro del agua cuenta como un granjero australiano con un peculiar
don para localizar brechas de agua bajo la superficie decide partir hacia
Turquía, cuatro años después de la batalla de Galípolis para recuperar el
cadáver de sus tres hijos, desaparecidos en combate. Bajo esta premisa, Crowe
describe la proeza de un hombre desesperado, casi sin esperanza, dispuesto a
enfrentarse a los restos de una guerra que aún colea sin importarle el bando al
que deba recurrir para conseguir ayuda.
El maestro del agua pretende ser una epopeya de superación personal,
emotiva y desgarradora, con un claro mensaje conciliador e incluso una demanda
de perdón en nombre del ejército Australiano por ser ellos los agresores en la
famosa batalla (que tan bien retrató, recordemos, Peter Weir en la película
homónima que protagonizó Mel Gibson). En este sentido, y debiendo hacer algún
salto de fe (no me queda claro si el protagonista tiene un “don” real que le
permite incluso conocer la ubicación exacta del cadáver de sus hijos o si es
fruto de la simple conexión paterno filial), aparte de perdonar alguna
inexactitud histórica, la película funciona bastante bien, con una narración
muy clásica y un evidente buen gusto por parte del actor/director a la hora de
mover la cámara.
Hay
que lamentar, sin embargo, que Crowe quiere aspirar a demasiadas cosas en su
primera incursión tras las cámaras, y quizá su talento no dé para tanto. La
historia de amor coprotagonizada por Olga Kurylenko, la relación entre
británicos y turcos tras el final de la Guerra, la incursión de Grecia en
territorio otomano… son quizá demasiadas subtramas que terminan alargando
demasiado la historia y provocando que queden demasiadas cosas sin contar (el
personaje del marido de la Kurylenko es totalmente olvidado) que, además, es
exageradamente bienintencionada, resultando casi todos los militares (crueles
asesinos durante la guerra) gente de honor y bello corazón cuando toca
desvivirse por el granjero y sus pesquisas.
No
es, desde luego, un mal debut para Crowe, que no consigue emocionar como debe
pero configura una interesante aventura que tiene a la búsqueda del agua como
una metáfora algo forzada pero visualmente efectiva.
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