Basada
en un reciente episodio de la historia europea, La dama de oro es una buena
muestra de cómo lo mejor y lo peor puede confluir en una película dotando al
resultado final de un agridulce regusto totalmente irregular, haciendo caer en
la mediocridad algo que, con muy poquito esfuerzo, podría haber sido un film
notable e, incluso, oscarizable.
Eso
mismo debió pensar el bueno de Ryan Reynols, ese muchacho empeñado en ser un
héroe de comic que no hace más que encadenar fracasos y que Masacre puede ser su última oportunidad
para demostrar que es una estrella en firme, cuando le pasaron el guion.
Parecía una oportunidad de oro para demostrar que también puede ser un “actor
de verdad”, y que las alabanzas recibidas por Buried no fueron fruto de la casualidad. Sin embargo, su mera
presencia ya parece intuir que no es oro todo lo que reluce, y que lo único que
resplandece en la película es el papel de oro utilizado por Gustav Klimt para su cuadro Retrato de Adele Bloch-Bauer I, su obra
más famosa (fue definida como la Gioconda austriaca) cuyo nombre popular da
título a la película.
Al
lado de Reynols, que se esfuerza pero demuestra una falta de carisma total,
aparecen un desaprovechado Charles Dance, el correcto sin más Daniel Brülh y
una Katie Holmes que simplemente pasaba por ahí, actores de renombre que actúan
como meros comparsas de la estrella de la función, la Oscarizada Helen Mirren
que se come a todos sus compañeros de plano sin parecer esforzarse demasiado
para ello.
Con
un tono que recuerda a la amable Philomena
de Stephen Frears, La dama de oro
cuenta la historia de Maria Altmann, una austriaca que tuvo que abandonar su país
y a su familia tras la invasión nazi y que, tras la muerte de su hermana que la
convierte en la última superviviente de la dinastía familiar, decide emprender
una lucha legal contra el gobierno austriaco para recuperar la colección de
cuadros que los nazis saquearon durante la Segunda Guerra Mundial y que al
término de la misma fueron expuestos en el museo Belvedere de Viena,
considerándolos patrimonio familiar.
Podríamos
decir que la película contienen todos los elementos para ser un gran film: una
historia interesante (además de real), unos actores de calidad y una efectiva
combinación de géneros, ya que pese al marcado tono dramático hay en el film
elementos de comedia, intriga, conflictos bélicos, persecuciones y sobretodo,
el siempre atractivo fondo judicial. Sin embargo, Simon Curtis (que en Mi semana con Marilyn ya se encargaba de
retratar una historia real con bastante más acierto) fracasa estrepitosamente
en el momento de dar forma a su historia, confiriendo a la función un claro
tono de telefilm y abusando del recurso del flashback con más presencia del
pasado de los que precisa la historia.
No
consigue Curtis, en ningún momento, hacerse con el mando de la historia, haciéndola
plana e insípida y transformando en aburrida una trama que deberías ser muy
interesante, dotándola además de una dirección torpe y excesivamente simplista,
con errores de encuadre y fallos de record clamorosos.
Y
es que más allá de conocer la historia real (o por lo menos la versión de
Altmann de lo que sucedió) de la pugna por la propiedad de unos cuadros (en
especial el mencionado retrato de Adele, tía de la protagonista, que posee un
valor sentimental más allá de su cotización económica). Lo que supuso la primer
demanda judicial contra una nación entera, Curtis no sabe aprovechar la
oportunidad de plantear un retrato sobre la codicia, el orgullo y la propiedad
de los patrimonios culturales (¿pertenece una obra a su dueño legítimo o al
pueblo que merece distrutar de la misma?), elementos todos ellos inherentes a
la historia pero apenas pincelados.
Una
lástima, porque los cimientos ya estaban plantados. Solo había que trabajarlos
un poco.
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