Dirigida
por J.C. Chandor, realizador de la magnífica Margin Call y de la más que correcta Cuando todo está perdido, la película se sitúa en la América de
1981, año que, según los historiadores, se registró el mayor número de delitos
en la historia de Nueva York.
Era
una época en la que el país despertaba de ese idealismo que se extendió tras la
Gran Depresión, cuando el sueño americano empezaba a naufragar y se imponía la
ley del más fuerte.
Con
referencias más que evidentes a El
Padrino de Coppola y toques delj cine de gánsteres más sucio de Scorsese,
Chandor aborda la historia de Abel Morales, un empresario dedicado a la
distribución de combustible que crea un pequeño y emergente imperio de la nada
(bueno, de la nada exactamente no, que la familia de su mujer ayuda a sentar
las bases con dinero sucio) y se propone llegar a los más alto sin traspasar el
camino de la ilegalidad.
Podría
ser esta una historia sobre ambiciones empresariales, luchas por el poder e
incluso análisis de un matrimonio (y de hecho lo es, todo esto está contenido
en la película), pero Chandor apuesta más por abordar la hipótesis de si se
puede conseguir el poder sin caer en la corrupción. Morales es un hombre
honrado en una sociedad donde la honradez es una quimera, un empresario a quien
todos le dicen que debe quebrantar la ley (incluso la propia ley) para seguir
adelante pero que pretende mantenerse firme en su propósito, aun poniendo en
juego su futuro, su familia y su propia vida. No es, sin embargo, una película
moralista, ni mucho menos. Con un estilo elegante y estilístico, Chandor
plantea un argumento, dibuja una situación que fácilmente podría ser real, y
deja que cada cual saque sus propias conclusiones, que sea el propio espectador
quien juzgue las acciones del protagonistas y, de paso, se juzgue a sí mismo,
pudiendo ver reflejado en el mundo de hoy a esa Nueva York del siglo pasado que
no resulta tan distante como cabría parecer.
Chandor
aborda el tema como si una tragedia shakesperiana se tratase (hay mucho de
Macbeth aquí), ejecutando con maestría su puesta en escena en un drama muy
violento que consigue transmitir con eficacia esa sensación de presión angustiante
que siente su protagonista sin necesidad de mostrar ante las cámaras esa
violencia latente y despiadada a la que alude el título.
No
se puede dejar de alabar el trabajo de Chandor, fiel heredero también del cine
de Lumet, sin que por ello dejemos de lado a su elenco protagonista, un casting
de gran nivel encabezado por un sorprendente Oscar Isaac metamorfoseado en un
joven y aguerrido Al Pacino (copia todos sus tics interpretativos y estéticos
sin que llegue a molestar en ningún momento) y una magnífica Jessica Chastain
que probablemente se haya convertido ya en la mejor actriz de su
generación con una habilidad innata para
elegir personajes totalmente opuestos entre sí y perfectamente alejados de la
mujer florero que suele rodear este tipo de tramas, y a los que complementa
David Oyelowo (el reciente Martin Luther King de Selma y que ya compartió papel –que no plano- con Chastain en Interstellar) en el papel de fiscal del
distrito.
Resulta
curioso que en un año cinematográfico tan flojo como se ha evidenciado en los
recientes premios Oscars (con tonterías nominadas como la propia Selma, Siempre Alice, El
Francotirador o La teoría del todo,
grandes películas como esta hayan quedado en el cajón de los olvidados,
haciendo compañía a los Puro Vicio o Nightcrawler de turno.
Algo
huele a podrido en Dinamarca, dijo Hamlet. Y se podría añadir que no mejora
mucho la cosa en Nueva York, donde las calles son peligrosas y las buenas
intenciones no son suficientes para parar las balas. O quizá sí…
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