lunes, 27 de abril de 2015

SUPERPOLI EN LAS VEGAS (4d10)

Kevin James es uno de esos actores que caen en gracia sin necesidad de un talento interpretativo demasiado amplio, en la línea de otros patanes del humor como Adam Sandler (por cierto, productor de este film) o Will Ferrer y cuyo éxito se debe más a la necesidad de cierto público de buscar una vía de escape en un cine cómico extremadamente facilón y de escasas pretensiones. James es, además, un tipo gordo, y lejos de acomplejarse por ello, ha convertido dicha característica en una especia de marca de la casa, haciendo que casi todos sus personajes giren en torno a esa cuestión.
Si nos paramos a revisar su filmografía descubriremos que lo más reconocible en ella son patochadas al estilo Niños Grandes y su secuela, Zooloco y, por descontado, Superpoli de Centro Comercial, una especie de burla zafia e insultante del John McCaine de Jungla de Cristal subido en un Segway, esos curiosos vehículos de dos ruedas muy empleado por guardias de seguridad. Si a ello le sumamos que el director del invento es un tal Andy Fickman cuya mayor gloria fue Papá por sorpresa y otras banalidades de la subdivisión más infantiloide de la Disney podemos imaginar a qué tipo de film nos enfrentamos.
Superpoli en Las Vegas es una película espantosamente mala, tal y como lo era su predecesora Superpoli de Centro Comercial, cuyas únicas premisas sean las de burlarse de la profesión de agentes de seguridad (que no tienen nada de policías reales, aunque es curioso que los que motivan dicha burla sean también agentes de seguridad, aunque más guapos y molones, eso sí) y de la propia torpeza del personaje al que da vida James. Por supuesto, para distinguir que estamos ante una comedia blanca para todos los públicos en lugar de una gamberrada soez al estilo Apatow, hay un presunto mensaje intrínseco con la relación paterno filial con su hija Maya y una no historia romántica de fondo que, bien llevada, podría haber dado bastante juego.
Con la excusa de un robo de piezas de arte en un gran hotel de Las Vegas, la película es una simplería que ahonda en la nada más absoluta, aunque hay que reconocerle un mérito: posiblemente consciente de sus propias carencias no pierde apenas tiempo en momentos supuestamente reflexivos ni se complica mucho en la acción, apostando siempre por el humor como base para hacer funcionar el film, machacando constantemente al espectador con un gag tras otro de manera que, al final, resulta imposible no encontrar algo que termine por hacer gracia.
Si ponemos nuestro nivel de exigencia en el listón más bajo, la película puede llegar a entretener, siempre que ver a un  gordo pegándose porrazos y metiendo la pata de la manera más estúpida sea lo que nos va. Kevin James no hace mal lo poco que se le exige, Neal McDonough cumple en su papel de villano y Eduardo Verástegui y Daniella Alonso encajan a la perfección en sus estereotipos prefabricados como los guapos de la función. Y alguna pelea está suficientemente bien filmada como para despertarnos del hastío (ese enfrentamiento entre los dos grupos en un pasillo recordando la, por otro lado bochornosa, pelea callejera al final de El Caballero Oscuro: la leyenda renace).
Poco más se le puede sacar a una película mínimamente entretenida que provoca alguna sonrisa aislada y que puede ser recomendable para una tarde lluviosa de domingo atrincherados en el sofá de casa, siempre que seamos conscientes de la tontería que vamos a ver.

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