Kevin
James es uno de esos actores que caen en gracia sin necesidad de un talento
interpretativo demasiado amplio, en la línea de otros patanes del humor como
Adam Sandler (por cierto, productor de este film) o Will Ferrer y cuyo éxito se
debe más a la necesidad de cierto público de buscar una vía de escape en un
cine cómico extremadamente facilón y de escasas pretensiones. James es, además,
un tipo gordo, y lejos de acomplejarse por ello, ha convertido dicha característica
en una especia de marca de la casa, haciendo que casi todos sus personajes
giren en torno a esa cuestión.
Si
nos paramos a revisar su filmografía descubriremos que lo más reconocible en
ella son patochadas al estilo Niños
Grandes y su secuela, Zooloco y,
por descontado, Superpoli de Centro
Comercial, una especie de burla zafia e insultante del John McCaine de Jungla de Cristal subido en un Segway,
esos curiosos vehículos de dos ruedas muy empleado por guardias de seguridad.
Si a ello le sumamos que el director del invento es un tal Andy Fickman cuya
mayor gloria fue Papá por sorpresa y
otras banalidades de la subdivisión más infantiloide de la Disney podemos
imaginar a qué tipo de film nos enfrentamos.
Superpoli en Las Vegas es una película espantosamente mala, tal y como lo
era su predecesora Superpoli de Centro
Comercial, cuyas únicas premisas sean las de burlarse de la profesión de
agentes de seguridad (que no tienen nada de policías reales, aunque es curioso
que los que motivan dicha burla sean también agentes de seguridad, aunque más
guapos y molones, eso sí) y de la propia torpeza del personaje al que da vida
James. Por supuesto, para distinguir que estamos ante una comedia blanca para
todos los públicos en lugar de una gamberrada soez al estilo Apatow, hay un
presunto mensaje intrínseco con la relación paterno filial con su hija Maya y
una no historia romántica de fondo que, bien llevada, podría haber dado
bastante juego.
Con
la excusa de un robo de piezas de arte en un gran hotel de Las Vegas, la
película es una simplería que ahonda en la nada más absoluta, aunque hay que
reconocerle un mérito: posiblemente consciente de sus propias carencias no
pierde apenas tiempo en momentos supuestamente reflexivos ni se complica mucho
en la acción, apostando siempre por el humor como base para hacer funcionar el
film, machacando constantemente al espectador con un gag tras otro de manera
que, al final, resulta imposible no encontrar algo que termine por hacer
gracia.
Si
ponemos nuestro nivel de exigencia en el listón más bajo, la película puede
llegar a entretener, siempre que ver a un
gordo pegándose porrazos y metiendo la pata de la manera más estúpida
sea lo que nos va. Kevin James no hace mal lo poco que se le exige, Neal
McDonough cumple en su papel de villano y Eduardo Verástegui y Daniella Alonso
encajan a la perfección en sus estereotipos prefabricados como los guapos de la
función. Y alguna pelea está suficientemente bien filmada como para
despertarnos del hastío (ese enfrentamiento entre los dos grupos en un pasillo
recordando la, por otro lado bochornosa, pelea callejera al final de El Caballero Oscuro: la leyenda renace).
Poco
más se le puede sacar a una película mínimamente entretenida que provoca alguna
sonrisa aislada y que puede ser recomendable para una tarde lluviosa de domingo
atrincherados en el sofá de casa, siempre que seamos conscientes de la tontería que
vamos a ver.
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