Por
más que pase el tiempo y las películas, hay fenómenos que nunca llegaré a
entender del todo. Ajeno como soy (lo he dicho en casa ocasión) al fenómeno
literario, lo más destacable de la tercera entrega de la saga de Cincuenta sombras de Grey es la frase
que acompaña al título: el capítulo final.
Quizá habría sido buena idea resaltar en otro color y con una fuente de mayor
tamaño la palabra final.
Y
es que en estos tiempos del #MeeToo,
las reivindicaciones feministas y las sospechas (y confirmaciones) de casos de
abusos sexuales en Hollywood, se vuelve a estrenar una película donde la
sumisión de la mujer por parte del macho poderoso y posesivo es la nota
predominante. Poco importa que en Cincuenta sombras liberadas (la única liberación es la del público, que al fin se ve libre de esta carga, si me permiten el chiste) la cosa se dulcifique al final, que todo quede
en un cuento de hadas y que la protagonista termine saliéndose con la suya.
Escenas como la del topless en la playa o la constante toma de decisiones de él
sin consultarle nada a ella es más que suficiente para definir esta historia de
bazofia.
Pero
intenciones ocultas aparte, la película vuelve a ser insoportablemente
aburrida. Lo que nos prometieron como una saga sobre el placer prohibido y el
sexo dominante ha terminado siendo una tontería machista que parece casi un
remiendo de Pretty Woman (por lo de
la chica que se enamora fácilmente del tío guapo que -y esto seguro que no
influye- tiene jet privado y la puede invitar a cenar a París de un momento a
otro) pero con unos cuantos desnudos. Todos femeninos, no faltaba más.
Y
no es que sea de los que se quejan de la falta de sexo en estas películas, ni
mucho menos. Poco me importan a mi los jueguecitos que estos dos se lleven
entre manos. De lo que me quejo es de la falta de talento. O habría que decir
mejor, de intención. Y es que lo peor del caso es que al director, James Foley,
talento no le falta. O faltaba, al menos, en la época en que dirigía maravillas
como Glengarry Glen Ross. Tampoco
Dakota Johnson parece que vaya a ser una mala actriz, si se decide a hacer
alguna película en la que sus gestos interpretativos predominen frente a sus
pechos desnudos. Y hasta el sosito Jamie Dornan tiene en su haber cosas
interesantes como Operación Anthropoid.
Insisto
una vez más en que desconozco la fidelidad que el guionista ha seguido con
respecto a las novelas de E.L. James, pero la película, olvidadas casi las
dichosas sombras del título, deriva hacia una especie de thriller de
psicópatas, tal y como anunciaba el final de la película anterior, cuya excusa
narrativa es tan inverosímil como ridícula. Al menos, eso hay que reconocérselo,
las escenas de acción son algo mejores que en Cincuenta sombras más oscuras, y el argumento, por insignificante
que sea, sigue un esquema más recular y firme que en aquella.
Estúpida,
aburrida e insultante, no es la peor de la saga, pero es triste cuando esa es
la mejor cualidad de una película que culmina una trilogía en la que ninguna
película ha llegado a merecer el simple aprobado. De hecho, solo sirve para
confirmar ese chista tan machista que a la pregunta de que porqué ven porno las
mujeres responde que para ver si al final se casan. Y de eso va la cosa. Esta especie
de “porno para mujeres” ya demostró en su segunda entrega que al final de tanto
follar la cosa terminaba en boda, por lo que la conclusión edulcorada y
simplista está cantada. Puede que la chica de la película sea muy lista y
emprendedora, pero al final demuestra que la labor de toda mujer en la vida es casarse,
tener hijos y hacer felices a sus maridos. Sí, señor. Viva el #MeeToo, si me permiten insistir.
Sí,
este fin de semana las mujeres tendrán la excusa anual para quedar entre ellas
y abarrotar los cines, pero presiento que, desde el estreno de la primera película,
la taquilla ha caído en picado.
Demos
gracias por ello.
Valoración:
tres sobre diez.
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