Siempre se ha dicho que dentro del vasto catálogo de Netflix hay un espacio infinito reservado para las comedias románticas, la mayoría de ellas pastelosas y que, en una época anterior a la era del streaming, no habrían pasado de meros telefilms. Sin embargo, de vez en cuando se topa uno por sorpresas agradables y bastante simpáticas, como la película que nos ocupa ahora.
Amor y helado (que para ser más coherentes debería haberse traducido
como Amor y gelatto) no es una obra
maestra ni nos rememora a los tiempos de Nora Ephon, así como tampoco aspira a
retomar el espíritu de Richard Curtis, pero si somos capaces de contentarnos
simplemente con una historia bien contada, de personajes simpáticos y unas
gotas de nostalgia, Amor y helado
logra convencer sin caer en el empalague ni la ñoñería.
Como
puede imaginarse por el título (y más con el poster, con la inevitable
presencia de una Vespa), la película es un tributo a la ciudad de Roma, que
para Hollywood no es la ciudad del amor, como sí lo es París, pero poco le
falta. Allí nos encontramos a Lina, que en tributo a su madre recientemente
fallecida pasa allí unas vacaciones con la idea de reencontrarse con un pasado
que no sabía que existía y abriendo las puertas, cuando menos se lo esperaba,
al amor, en forma del clásico triángulo en el que deberá elegir (o no) entre
dos pretendientes: un niño de papá atiborrado de pasta o un aspirante a
cocinero.
No
voy a decir que los giros de guion sean sorprendentes y ni siguiera las
decisiones tomadas por los protagonistas varía mucho de lo que uno podía
imaginarse apenas empezar el film, pero es que tampoco la película de Brandon
Camp pretende jugar a eso, conformándose con ser un retrato de una ciudad y un
cuento romántico sobre el amor, la familia y el duelo bastante bien hilvanado y
que consigue emocionar por momentos.
Valoración:
Seis sobre diez.
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