No había querido hablar sobre la primera parte de la cuarta temporada de Stranger Things por considerar que era más apropiado hacerlo con el estreno de estos dos capítulos finales, que componen una tanda de episodios casi impecable y que eleva de nuevo el nivel de la propuesta de los hermanos Duffer, que empezaba a decaer a lo largo de la tercera sesión.
Debo
reconocer, quizá con la mosca tras la oreja al recordar esa temporada tres que
será recordada como la más floja de la serie, que me costó un poco entrar en la
propuesta, debido, principalmente, a la incorporación de personajes nuevos que
exigen de bastantes minutos para poder conocerlos y así amarlos u odiarlos en
función del destino que los Duffer les deparen. Es por ello que los dos o tres
primeros episodios de esta temporada se me hacen un poco cuesta arriba, pese a
comprender las necesidades de esas cartas de presentación. Lo mismo me sucede
con la nueva excusa utilizada para dividir a los protagonistas en grupos,
conformando así cuatro tramas paralelas que no siempre brillan al mismo nivel,
al menos hasta que no van cogiendo velocidad.
Esto
no es un indicativo de nada negativo, son solo peajes necesarios para recuperar
la grandeza de la primera temporada y, gracias a un presupuesto mucho más
generoso y a que los duffer saben manejar con más soltura que nunca los
juguetes que ellos mismos han creado, aspirar a una grandeza sin límites que
promete ser mítica en la siguiente (y presumiblemente última) temporada.
Así,
durante los siete primeros episodios, la intriga va in crescendo, con tramas
paralelas en Hawkins, California, Rusia y en «el otro lado», siendo este
último, con el descubrimiento del gran villano de la ficción, el aterrador
Vecna, el que mejor funciona. Eso, sin dejar de lado los flashbacks en los que
recorremos el pasado de Once y que nos anuncian, de manera no demasiado sutil,
la clave de todo el asunto.
Por
eso, durante esta primera parte la acción va de menos a más, llegando a un
punto sin retorno donde los Duffer deciden hacer un pequeño descanso y poner
toda la carne en el asador en una segunda parte compuesta, en realidad, por dos
episodios solo pero, eso sí, con una duración más propia de largometrajes que
de capítulos televisivos.
El
balance final es, desde luego, muy positivo. Sin entrar a valorar el deleite
que produce ir identificando los cientos de referencias y huevos de pascua que
los Duffer van sembrando en homenaje a su amor por la cultura greek (y que podéis encontrar
desgranados en muchas páginas de Internet con gran detalle), Stranger Things consigue reinventarse
para, sin salirse demasiado del camino marcado, no resultar repetitiva, y aunar
el humor, la emoción e incluso el drama como nunca antes lo había hecho,
apostando incluso por oscurecer su tono y desembocar en un cliffhanger final que hace que los hipotéticos dos años que podemos
tener que esperar hasta conocer la resolución final sean interminables.
Pese
a los reparos que tuve sobre la temporada anterior y el leve hastío que me
provocó el arranque de esta, el resultado ha sido una gran fiesta audiovisual,
un producto de entretenimiento de primerísima calidad y un feliz (o no tanto)
reencuentro con una pandilla a los que ya podemos llamar amigos.
Se
augura un futuro oscuro. Y dudo que no todos sobrevivan a él. Pero tendremos
tiempo para prepararnos. De momento, Once y sus viejos (y nuevos) amigos nos
han encogido el corazón de nuevo, esta vez a golpe del Master or Puppets de Metallica y referencias a Stephen King.
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