A
veces hay películas que pretenden reflexionar sobre el concepto del arte y
promover un debate sobre los sentimientos que este provocan, y en otras
ocasiones hay películas que ellas en sí mismas son una puerta abierta a la
propia reflexión y debate, y Mr. Turner
es una de esas.
Se
puede contemplar el arte desde dos puntos de vista diferentes: la cabeza, en el
que una serie de valores confluyen de manera casi matemática, fría y
calculadora, para poder definir la esencia misma de la susodicha obra de arte,
y el corazón, según el cual los sentimientos expresan sus preferencias
independientemente de lo que dicten críticos y especialistas.
William
Turner fue un pintor que se encontró en semejante encrucijada: alabado por
algunos, fue un referente en su época con una presencia casi constante en la
Royan Academy mientras que ya en la decadencia de su vida fue también objeto de
mofas y burlas por su estilo particular de pintar, que llegó a ser definido
como una mezcla entre genialidad y locura.
Esa
bipolaridad al contemplar su obra (unos paisajes espectaculares, especialmente
marinas en la época retratada en la película, con gran dominio de la luz pero
ligeramente difuminadas, con una sensación de encontrarse a medio acabar) es lo
que produce también la película de Mike Leigh. Al contemplar el film uno es
capaz de apreciar una gran obra, con una interpretación soberbia de Timothy
Spall (aprovechando completamente una de las pocas ocasiones que va a tener de
protagonizar una película, acostumbrados como estamos -en gran parte a raíz de
su particular físico, a verlo como villano bufonesco, como en la saga Harry Potter), una hermosísima
fotografía, con planos paisajísticos tan sobrecogedores como las pinturas sobre
las que habla, y un guion que sabe alejarse con inteligencia del biopic al uso,
rechazando darnos una detallada biografía del autor y centrándose en sus últimos
días, permitiéndonos conocer a pinceladas (nunca mejor dicho) su peculiar
personalidad y no entreteniéndose en contarnos detalles claves de su vida sin
duda muy importantes para su desarrollo artístico pero innecesarios para lo que
se nos quiere contar, como la consideración de prodigio que se tuvo de él al
ser aceptado con apenas catorce años en la Royal Academy de Londres, el trauma
que sufrió con la demencia de su madre tras el fallecimiento de la hermana
pequeña de William (algo de esto se menciona, pero como muy de pasada) o
incluso las referencias a una esposa y dos hijas de las que no quiere saber
nada sin que tengamos una idea concreta del porqué.
Así,
se reconoce en la película cierta majestuosidad, invitando a considerarla como
una gran obra y que mi cabeza sabe reconocer como arte.
Hay,
sin embargo, algo que no encaja, como ese borrón que no sabemos apreciar en un
cuadro. Quizá su exceso de metraje, quizá sus abruptas elipsis o quizá,
simplemente, la escasa empatía que el artista desprende en el público. Turner
(según Leigh) no era un hombre agradable y por lo tanto no logra seducirnos en ningún
momento, provocando cierto distanciamiento y obligando a que, en este caso,
nuestro corazón rechace esa apresurada apreciación de arte.
Mr. Turner es una película que hay que ver, interesante para
cualquier amante del cine e imprescindible para cualquier apasionado de la
pintura, pero que contiene los elementos para ser una obra maestra y termina
quedándose a las puertas, con algunos personajes que rozan la parodia (si esa damisela
es un fiel retrato al personaje real es algo que solo podemos suponer) y que
revierten en un distanciamiento definitivo, como si Mike Leigh tuviese los colores
adecuados en su paleta pero olvidase poner toda el alma en su cuadro.
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