El
debut en Hollywood del noruego Morten Tyldum es una interesante película sobre
el descubrimiento científico más importante de la década de los cuarenta y que
pudo suponer la inclinación de la balanza hacia el lado de los aliados durante
la II Guerra Mundial.
Sin
embargo, podría parecer también un vehículo destinado solamente al lucimiento
de uno de los actores más en forma del panorama actual, un Benedict Cumberbatch
que se hace dueño y señor del film y llena la pantalla en cada plano en que aparece,
que –también es cierto- son la mayoría.
Emparentado
a simple vista con su televisivo Sherlock,
Alan Turing es un personaje de inteligencia extrema, calculador y
extremadamente lógico, pero a la vez incapaz de mostrar cualquier síntoma de
empatía con su entorno. Engreído, soberbio y cruelmente sincero, el problema de
Turing no es que esté por encima de los demás, sino que es plenamente
consciente de ello. Por eso el programa secreto en el que participa junto a
otros matemáticos para desvelar las
claves de las comunicaciones encriptadas de los nazis (mediante el ingenio
denominado Enigma) parece condenado al fracaso. Pero su dedicación absoluta y
obsesiva, junto con la entrada en el proyecto de Joan Clarke (¡¡una mujer inteligente
en un mundo de hombres!! ¡qué escándalo!), que logrará sacar el lado más humano
de Turing hasta hacer que colabore con sus compañeros, propiciará que se
invente una máquina (antecedente de los ordenadores actuales) que interprete
los mensajes alemanes y permita a los aliados anticiparse a sus movimientos.
The imitation game (que es el nombre del primer estudio que publicó
Turing sobre su invento, mucho antes de entrar en el equipo secreto del
gobierno británico) es una drama basado en la historia real de este proyecto
que había permanecido oculto hasta hace un par de años y de un hombre que
realizó uno de los mayores avances científicos de la época y que, por su condición
de homosexual, no fue reconocido hasta ahora como el principal causante del
final de la guerra. Quizá el film no logra transmitir con acierto la
construcción de la máquina definitiva, llamada Christopher (quien no sea matemático, informático o ingeniero
seguramente no alcanzará a comprender como funciona exactamente el invento)
pero sí ahonda a la perfección en la psique del matemático protagonista,
empleando unos flashbacks para mostrar su infancia que, si bien al principio
parecen estorbar a la historia principal, a medida que las dos tramas avanzan
en paralelo lo sucedido en una termina influyendo en la otra, logrando un
paralelismo armónico y consecuente.
El
guion, obra del debutante Graham Moore a partir de un libro de Andrew Hodges,
roza la perfección para un relato de ficción, pero se muestra demasiado preciso
para tratarse de una historia real. Todo cuadra en su justa medida, todo se
estropea y se arregla justo cuando se tiene que estropear y arreglar, y eso
resta algo de verosimilitud a la historia que, por otro lado, se permite
invitar a la reflexión en temas como la homosexualidad o el poder de decisión
que, con el código Enigma descubierto, les permite decidir quién va a vivir y
quien va a morir en una de las guerras más horribles de la historia de la
humanidad (en cierto momento se dice, muy acertadamente, que están incluso por
encima de Dios).
Es
posible que, debido a la escasa experiencia de director y guionista para un
proyecto de cierta envergadura, falte algo de alma en la historia, pero allí
donde ellos no llegan se encuentra Cumberbatch, que si ya acostumbra a estar
excelente en personajes aparententemente tópicos (me viene a la memoria su Khan
de Star Trek: En la oscuridad y ardo
en deseos en verlo interpretar al Doctor
Extraño en el Universo Marvel) raya la perfección con interpretaciones más
complejas como su versión de Julian Assange o el esclavista Ford de 12 años de esclavitud. Aquí está
magistral, con unos matices que, como dije al principio, puede recordar mucho a
su Sherlock pero al que dota de una
humanidad y unas debilidades ocultas bajo su fachada de perfección que logra
que veamos las diferencias en el personaje de ficción que es el detective de
Baker Street y el personaje real que fue Alan Turing. Tanto es así que logra,
incluso, minimizar la aparición de secundarios de renombre como la cada vez más
excelente Keira Knightley, el enigmático Matthew Goode o las presencias siempre
efectivas de Mark Strong o Charles Dance.
En
definitiva, una interesante escenificación de un hecho que cambió la historia,
una reflexión sobre el poder de decisión y la represión social de la época y
una interpretación genial que debía llevar a Cumberbatch camino del Oscar.
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