Tras
haber sido musa de Ingmar Bergman, Liv Ullman tiene una incipiente pero leve
carrera como directora (su anterior película, Infiel, data del 2000), estrenando ahora su última película hasta
la fecha (y sin proyectos conocidos) en la que ella misma adapta la obra
teatral de August Strindberg.
Extremadamente
fiel a la obra original, La señorita
Julia es una apasionado alegato sobre la lucha de clases, el domino del
hombre sobre la mujer (hablamos de 1890) y de la sumisión y el respeto alrededor
de un poder superior que aun sin aparecer en toda la obra tiene presencia
física en forma de unas botas o un puñado de billetes.
La
señorita Julia es la hija de un aristócrata irlandés, afectada aún por la
muerte, años atrás, de su madre, consentida y caprichosa, que en la noche de
San Juan se propone seducir, sin fines muy concretos, a uno de sus sirvientes,
John, sin importarle que esté emparejado con la cocinera de la casa.
Pese
a recurrir a algunos exteriores y recorrer brevemente varias estancias de la
casa (sobre todo en un breve prólogo donde vemos a la Julia niña), la acción se
sitúa básicamente en la cocina de la mansión. Esto, y la presencia de tres
únicos actores (más la mencionada y anecdótica niña) dan una clara idea de por dónde
van los tiros. Y es que pese a una intensa interpretación de los tres
protagonistas (sorprende especialmente un Colin Farrell al que no creía dotado para
tales embistes, aunque es Jessica Chastain la que mejor logra sacar a relucir
la desdoblada personalidad de Julia), una puesta en escena impecable y con
algunos planos muy bellos y casi fotográficos (aunque, eso sí, alguien debería
explicar a la directora la diferencia entre el día y la noche), la realización
de Ullman es exageradamente teatral. Los actores caminan por la cocina como por
un escenario, forzando las entradas y salidas y dando una sensación de
irrealidad que da al traste con todo el realismo de los decorados. Además, el
texto, que bien podría resultar muy adecuado para la escena, es artificioso
para una película, no llegando a comprender en ningún momento hacia donde
pretenden ir los personajes, siendo imposible por lo tanto comprenderlos y
mucho menos aceptarlos. Julia, al menos, se puede excusar en esa especie de
locura que la arroja a su cruel desenlace, pero sigo sin ver claras las
intenciones de John y Katherine (la cocinera, correcta Samantha Morton), siendo
incapaz de decidirme si John actúa movido por su amor, por su codicia, por
miedo o por las tres cosas a la vez, resultando tan enfermo como su señora.
Al
final, uno se limita a quedarse embobado con unos discursos perfectamente
ejecutados por tres actores en estado de gracia sin que le importe mucho los
constantes cambios de rumbo de las situaciones, dejándose llevar sin más en
espera de un desenlace que se hace de rogar demasiado.
Tan
apasionada y enfermiza como distante y confusa, Ullman busca una conjugación
entre sátira social y poesía con toques de lujuria apasionada que se le va
delas manos. Podría haber conseguido una excelente película. Al final se queda
en una obra de teatro filmada. Muy bien filmada, de acuerdo, pero teatro al fin
y al cabo.
El
concepto adaptación es inexistente. Y eso desmorona el resultado final.
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