Poco
de original hay en St. Vincent, una
película que sigue el patrón clásico del viejo cascarrabias al que no soporta
nadie que, por caprichos del destino, termina conviviendo de una manera u otra
con un chaval que le va a saber sacar lo mejor de sí mismo, llegando a aprender
mucho el uno del otro en una simbiosis predecible desde el primer minuto.
Es
lo que hemos visto en mil películas y que solo el año pasado me vienen a la
mente Una noche en el viejo Méjico o ¡Así nos va!, aunque aquí además le
roban alguna idea a El diario de Noa
y pretenden abusar algo más de lo “políticamente incorrecto” de otras
ocasiones, presentándonos al Vicent este como un bebedor empedernido, habitual
a las prostitutas y que, como en la reciente El jugador, pretendiendo salir de sus deudas a base de endeudarse
más aún.
Con
una moraleja pobre, algo de misticismo religioso (muy abierto a todos los
cultos, no se nos vaya a ofender alguien) y un previsible final feliz tan edulcorado que
hasta consigue emocionar, la película pretende divertir sin abusar del chiste,
con un toque de amargura que la dignifica bastante y evitando caer en la
tentación de aprovechar la presencia de Melissa McCarthy en su reparto para
caer en el histrionismo, mientras que la prostituta embarazada que representa
Naomi Watts solo gana enteros en su versión original con su esforzado (y ya
utilizado en Promesas del este) acento ruso.
Aparte
de pasar un rato entretenido sin demasiadas pretensiones con la fábula de que
todos tenemos algo de valor en nuestro corazoncito y siempre que no esperemos
que las tramas secundarias se resuelvan con suficiente coherencia (¿qué pasa
con las deudas?, me pregunto), ¿qué otro aliciente podría haber para
interesarse por esta película.
La
respuesta es tan sencilla como obvia: Bill Murray. Toda la película gira en
torno a su personaje, que tiene manga ancha para hacer lo que se le antoje y,
aun teniendo en cuenta que hace un poco lo de siempre (recuerden, por ejemplo,
ese divertido entretenimiento navideño que era Los fantasmas atacan al jefe),
este actor es inmenso, y es tan poco frecuente verlo actualmente en una
película (en un papel importante, al menos), que solo por él ya vale la pena
pagar la entrada.
Bill
Murray es Vicent tal y como St. Vicent
es Bill Murray. Y viendo a él en acción nos damos cuenta de que todo lo demás
es como un borrón de cosas que suceden a su alrededor. Si es usted de los que
disfrutan de este actor (que ya fue de lo mejor de la fallida Monuments men), esta película le ofrece
un reencuentro con el gran Peter Venkman (por mucho que pasen los años Murray siempre
será un cazafantasmas en nuestro recuerdo). Si, por el contrario, es de los que
aborrecen sus tics y manías, huyan de este título. Poco o nada encontrarán que
les interese.
Yo,
por lo menos, me entrego a Murray. Aunque a poco más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario