Guillermo
del toro siempre ha sido un director de gran personalidad, un visionario, como
definen algunos. Alguien capaz de crear mundos imaginarios, de regusto gótico y
aspecto fantasmagórico.
Sin
embargo, hasta ahora el director mejicano siembre había funcionado mejor fuera
de Hollywood que incorporado a la meca del cine. Mientras las coproducciones
españolas El espinazo del Diablo o El laberinto del Fauno eran grandes
películas, su cine se volvía algo más convencional cuando se debía a una industria
poco dada a arriesgar, donde dirigió títulos como Blade II, Hellboy (su
secuela sí era mucho más personal y posiblemente por ello no pudo completar su
deseada trilogía) o la cansina y sobrevalorada Pacific Rim, quizá lo peor de su carrera.
Por
eso, es una grata sorpresa que haya conseguido en La cumbre Escarlata aunar las directrices impuestas por los grandes
estudios con la libertad creativa que Del Toro precisa para dar rienda suelta a
su locura en una película que, como él mismo ha repetido hasta la saciedad, no
es de miedo aunque sí se trate de una historia de fantasmas.
Tras
la muerte de su madre, la pequeña Edith presencia aterrada como un espectro se
le aparece para prevenirla sobre la Cumbre Escarlata. Este aislado suceso
marcará para siempre a la muchacha que se empeñará en convertirse en escritora
siempre con el tema fantasmagórico como telón de fondo de sus historias, más
como metáforas del pasado que ya no volverá que como elemento sobrenatural.
Ya
entrando en la madurez la vida de Edith cambiará cuando descubra las mieles del
amor en Thomas Sharpe, un hombre seductor de oscuro pasado con quien contraerá
matrimonio y junto al que se irá a vivir (en compañía de su no menos intrigante
y perturbadora hermana) a una mansión en claro estado de deterioro a la que,
debido al terreno arcilloso de color rojo sangre, se conoce popularmente como
la Cumbre Escarlata.
Posiblemente
el guion de la película sea lo que más flojea, no sorprendiendo tanto como la trama
se merece y con un desenlace algo previsible, pero todo ello queda eclipsado
ante la contundencia, primero, de una fotografía mágica, una combinación de
colores donde prevalece siempre ese omnipresente rojo, y al amparo, segundo, de
unas brillantes interpretaciones. Mia Wasikowska ya demostró en Stoker lo convincente que puede ser como
alma torturada, atrapada entre dos mundos, víctima de la seducción de lo
prohibido, pero quienes de verdad lo bordan son Tom Hiddleston y Jessica
Chastain dando vida a la enfermiza pareja de hermanos que, ya desde su primera aparición,
auguran algo oscuro sin que ello impida sentirse incómodo cada vez que lucen en
pantalla.
No
es cuestión ahora de descubrir a nadie, aunque quizá sorprenda menos el
carácter de Hiddleston, más cuando su Thomas Sharpe rescata algo de la
perturbadora seducción que ya luciera en sus diversas interpretaciones del Loki
marveliano. Chastain, sin embargo, esa actriz que se dio a conocer en la
olvidable La noche más oscura (y a la
que llegué a aborrecer por esa insípida interpretación), ha ido demostrándome
papel a papel lo gran actriz que llega a ser, superando sus propios límites en
un fin de semana en el que encabeza dos estrenos con registros tan dispares
como es esta Lucille Sharpe y su Melissa Lewis en el Marte de Ridley Scott.
La cumbre Escarlata es por encima de todo, como en las mejores historias
de Del Toro, un cuento, una leyenda gótica de corte romántico, inspirada tanto
en relatos de Poe, Lovecraft o Becker como en películas de mansiones encantadas
y espíritus torturados. Y aunque se haya dicho por activa y por pasiva que no
es una peli de terror, sustos y momentos de mal rollo también los hay,
consiguiendo que esta sea una estupenda recomendación para una noche de Halloween
muy por encima de las mediocridades de sustos fáciles y música chillona que
acostumbran a pulular por estas fechas.
No
es redonda (para ello se habría tenido que pulir algo más la trama) pero sí un
ejercicio visual impecable, una ambientación que seduce al espectador tanto
como a la propia protagonista y que invita a formar parte de nuestras propias
pesadillas. Unas pesadillas que no se alimentan de nuestro temor a lo
desconocido, sino de nuestras angustias del pasado.
Y
es que en ocasiones es en el pasado donde se encuentran esos terrores que no
dejan de acosarnos.
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