Sobre
el papel, la muerte se supone que es el final del camino, el momento en que las
historias quedan a medio contar y un sentimiento de profundo vacío invade a los
que rodean al fallecido.
Sin
embargo, al mismo tiempo, la mayoría de culturar y religiones la identifican
con el principio de algo mejor y más maravilloso. Un renacer espiritual, una
fiesta eterna donde las buenas acciones realizadas en vida sean
convenientemente recompensadas.
Apadrinada
por Guillermo del Toro y dirigida por Jorge R. Gutiérrez, El libro de la vida parece contagiarse de esa premisa para ofrecer
una fiesta para los sentidos, divertida, imaginativa y muy luminosa pero a la
vez vacía y desangelada.
Con
un reparto bastante estelar en el doblaje original encabezado por Diego Luna,
Zoe Saldana y Channing Tatum (y andando por ahí metido Del Toro no podía faltar
Ron Perlman, por supuesto), nos encontramos ante la clásica historia de dos
amigos (Manolo y Joaquín) en pugna desde pequeños por el amor de María.
Rescatando
mil y un elementos del folclore mejicano (eso sí, convenientemente retocados y
aderezados con elementos mayas y detalles completamente inventados para la
ocasión), la película cuenta como existen varios planos existenciales tras la
muerte, concretamente el Reino de los Recordados (un lugar de hermosos colores
y diversión sin fin) y el Reino de los Olvidados (lúgubre y desamparado). Ambos
mundos están gobernados, respectivamente, por La Catrina y Xibalba, que
apuestan entre ellos quién de los dos conquistará el corazón de la muchacha: el
intrépido y valeroso soldado o el torero con alma de cantante.
Con
ligeras reminiscencias a Pesadilla antes
de Navidad o La novia cadáver
(aunque alejándose a la vez del aspecto más gótico de estas) pasadas por el
filtro de la fiesta de El día de los muertos (que en contra de lo que pueda
parecer es un día de alegría y celebración), El libro de la vida parece nacida con el simple propósito de
aleccionar a los más pequeños de la casa (aunque habrá quien piense que un tema
tan fúnebre no es precisamente infantil) sobre el valor del amor y la amistad,
la conveniencia de hacer el bien por encima del mal, la conveniencia de luchar
por lo que le dicte el corazón (es decir, mil y un tópicos tan habituales en
este tipo de producciones) y mostrar la parte más pintoresca (recordemos que en
realidad se trata de una película estadounidense) del vecino México.
Así,
El libro de la vida está cargada de
situaciones previsibles, diálogos flojos y chistes simplones que, sin embargo,
saben camuflarse muy bien bajo un precioso envoltorio. Pese a lo limitado de su
guion, resulta imposible no dejarse seducir por la magia de su puesta en
escena, la originalidad de sus personajes (los protagonistas se asemejan a
marionetas de madera), el derroche de color que roza el empacho pero sin
alcanzarlo y sus buenas melodías.
A
este respecto, permítanme un inciso para criticar, una vez más, que las
canciones hayan sido dobladas, perdiéndonos la oportunidad de escuchar las
voces originales de, por ejemplo, Diego Luna cantando, más si tenemos en cuenta
que no se ha estrenado ninguna copia en versión original en toda España.
Decididamente,
El libro de la vida es una fiesta
para los sentidos, una película para dejarse llevar, contagiarnos con su
alegría y dejarse embriagar por su impacto visual, pudiéndole perdonar la
ligereza con la que se ha trabajado su argumento o la simplicidad del mensaje
final.
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