Podría
decirse que Las ovejas no pierden el tren
es el primer intento del año de repetir el éxito de las comedias españolas
que dominaron el 2014. No en vano tenemos como protagonistas a Raúl Arévalo e
Inma Cuesta, los grandes triunfadores del año con La Isla mínima y Tres bodas
de más, aunque son solo la punta del iceberg de un reparto coral que
recuerda al caso de La gran familia española.
Sin
embargo, analizada en profundidad, poco de comedia tiene esta amarga historia
sobre el complejo de Peter Pan, en la que tres parejas muy diferentes entre sí
se enfrentarán a sus propios miedos e inseguridades y, sobre todo, a la falta
de madurez ya sea profesional o emocional.
Alberto
y luisa son los que llevan el peso de la historia, una pareja que se niega a
aceptar que está en crisis y que parecen querer huir de sus problemas
trasladándose a una casa en un entorno rural donde él pueda centrarse en su trabajo
como escritor. Cerca de ellos se encuentra Sara, la hermana de Luisa, en eterna
búsqueda del amor perfecto y que cree encontrarlo en la figura de un periodista
deportivo, y Juan, hermano de Alberto, que pretende superar el dolor de su
divorcio con una relación con una chica veinte años más joven que él.
Pero
más allá de los enredos y situaciones equívocas que puedan ocasionar estas tres
parejas y que ofrecen los alivios cómicos del film, lo cierto es que el retrato
de una generación, la que se pierde en la frontera de los cuarenta, resulta
definitivamente agridulce, teniendo más consistencia el sabor de las rupturas
sentimentales que el aroma de los nuevos amores, y acariciando de refilón otros
temas de no menos importancia como los problemas económicos, la soledad de los
padres mayores o incluso la enfermedad (maravillosa la interpretación de Miguel
Rellán como un hombre afectado de Alzheimer).
No
podemos hablar de una película redonda, quizá ni siquiera a la altura de alguna
de las comedias costumbristas que sedujeron a la taquilla el año pasado (es
inevitable añadir a las ya mencionadas a Ocho
apellidos vascos), sobre todo porque no todo el mundo va a aceptar de buen
grado que la película carezca del humor suficiente que se presupone con su
promoción, pero el carisma de sus intérpretes es suficiente para llevar el film
a buen puerto, dejarse engañar por el regusto optimista de su conclusión y hasta
sabernos reconocer reflejados en los espejos de alguno de los personajes que
pululan por pantalla.
Tan
tópica como simpática, Las ovejas no pierden el tren no va a suponer un futuro
referente para la filmografía española, pero tampoco la desmerece en absoluto.
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