Roma no es una película fácil. Quizá, ni siquiera sea una película. Es un poema, una obra lírica sobre un barrio de México y los residentes de una de sus casas. Es la historia de dos mujeres, la señora y la criada, retratadas en un cristalino blanco y negro que convierte los fotogramas en versos encadenados.
Pero no es una poesía convencional, romántica y lírica. Pertenece más bien a la rama del modernismo coloquial que tan bien encabezó William Carlos Williams y a quien Jim Jarmusch rinde homenaje en Paterson.
Sirva esto como aviso de que roma no va a ser del gusto de todo el mundo. No importa lo que le hayan dicho o hayan leído. Puede ser una obra maestra, desde luego, pero no al alcance de cualquiera, lo mismo que no estaba al alcance de cualquiera saber apreciar las virtudes (que yo aún estoy buscando) de Moonligh, por ejemplo.
Roma es el regreso a la infancia de Alfonso Cuarón, que tras saborear la gloria absoluta con Gravity ha querido poner los pies en la tierra (nunca mejor dicho) para embarcarse en una producción pequeña pero libre de la dictadura de Hollywood y, de la mano de Netflix, hacer un repaso a los recuerdos en su antiguo barrio, recreando un cuento tortuoso que no solo es el reflejo de dos amigas a ambos lados de las clases sociales, es también un retrato de la sociedad mejicana de los setenta, alternando desfiles por las calles con tiroteos sin que la cámara, sobria y elegante, se inmute ni por un momento.
Roma es el mejor Cuarón, arrancando un pedazo de realidad a la vida y colocándola ante nuestros ojos, pero es también un juego al que debemos acudir de la mano de la sirvienta Cleo para convertirnos en su confidente y amigo. Y, quien no quiera (o no sepa) aceptar ser partícipes en ese juego, esta no es una película adecuada para él.
No creo que Roma sea una obra maestra definitiva, pero se queda muy cerca de ser algo grande de verdad.
Valoración: Ocho sobre diez.
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