Miamor
es el nombre de un gato que los protagonistas de esta historia encuentran
abandonado al principio de la película, cuando están locamente enamorados, y
deciden adoptarlo. Es, obviamente, un juego de palabras facilón para dar a entender
de que la película va sobre la pérdida del amor, pero en plan chiste tonto. Y
es que, finalmente, también es una clara referencia a ese chiste de la infancia
sobre una señora que tenía un perro llamado Mistetas y los equívocos que el
nombre causaba.
Conscientes
de ello, en el guion de Miguel Esteban y Clara Martínez-Lázaro se encarga de
recordarlo constantemente, en uno de los chistes más simples, pero también más
efectivos, del film.
Dirigida por Emilio Martínez-Lázaro, la idea de Miamor perdido era replicar el éxito de Ocho apellidos vascos, con lo que el director vuelve a contar por tercera vez con Dani Rovira como protagonista, esta vez en un papel ideal para él, ya que interpretar a un monologuista que hace bolos por bares y clubs y termina llenando teatros y actuando en cine es como interpretarse a sí mismo. A su lado está Michelle Jenner, actriz de gran vis cómica que no termina de estar aquí aprovechada del todo. Ellos dos cumplen bien, y la química entre ellos es eficiente, y tampoco el director hace un mal trabajo, con una realización que recuerda a las comedias clásicas y con eficientes saltos temporales de manera que los monólogos de Rovira sirvan tanto como narración que como conclusión de cada subtrama o capítulo de la obra.
Lo que flojea, pues, es el propio guion, demasiado prefabricado, que da demasiados rumbos y no alcanza en ningún momento a apostar por una historia concreta. Pese a que los protagonistas, Olivia y Mario, copan casi toda la pantalla, apenas sabemos nada de ellos ni conseguimos saber exactamente lo que piensan ni lo que quien. En un momento son dos románticos empedernidos y al siguiente parecen empeñados en destruir todo lo bueno que hay en su vida. En una escena son responsables y concienciados con sus carreras y su futuro y al siguiente hacen locuras más propias de adolescentes de que una pareja feliz y consolidada. Es ese toque de locura que busca el humor más “happy” el que nunca llega a arraigar, y por lo que la película se ve con una agradable sonrisa, pero nunca llega a ser una comedia suficientemente eficaz como sucedía con otros productos de Martínez-Lázaro padre. Quizá porque su hija, autora de la flojita Hacerse mayor y otros problemas, no está todavía a la altura de las circunstancias, quizá porque Miguel Esteban, guionista en Hotel Coconut, El Intermedio o El fin de la comedia, se encuentra más cómodo en televisión que en cine, aunque al menos se deja ver su mano en algunos monólogos aislados.
Hay, además, una variopinta colección de secundarios, algunos apenas un leve cameo, que parecen querer forzar más la complicidad del espectador (esto ya lo hacía, y mucho mejor, Segura en sus Torrentes) que aportar nada a la historia, como son los casos de Vito Sanz, Pablo Carbonell, javivi o el visto y no visto Joaquín Reyes.
Miamor perdido podría haber sido una buena comedia que aprovechara para hablar de la dificultad de compatibilizar una relación de pareja con el éxito (o el fracaso) profesional, debatir sobre los límites que hay que poner (o no) al humor, analizar la absurda (y dolorosa) guerra que desencadenan las separaciones cuando hay custodias por en medio, reflexionar sobre el micromachismo… Muchos elementos que están en la película pero que son solo un adorno para lo que de verdad interesa a sus autores: ver a Mario y Olivia besándose y tirándose los trastos por la cabeza con una arbitrariedad y un continuo vaivén de sentimientos que nunca termina de cuajar (ni Martínez-Lázaro es Bob Reiner ni Miamor perdido es Cuando Harry encontró a Sally) y que al final no son más que una sucesión de gags para una comedia romántica muy al uso que se sostiene por el buen trabajo de los protagonistas y la puesta en escena del director pero que podría (debería) haber dado para más. Para mucho más.
Valoración: Seis sobre diez.
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