«Las sombras del autocine me hablan, me hacen compañía», cantaba Loquillo hace ya la friolera de treinta y seis años.
Hoy
la canción resuena mientras avanzo en fila con mi coche, esperando conseguir un
buen lugar para estacionar. Me siento casi como John Milner. Siguiendo las
indicaciones aparco frente a la pantalla y salgo a estirar las piernas bajo una
calurosa noche de verano. Las estrellas iluminan mis pasos hasta los foot trucks. Veo a lo lejos un coche
patrulla y me hago el disimulado, camuflándome entre las luces de neón de la
noria. Me dejo impregnar por el aroma a palomitas y refrescos y siento añoranza
por aquella época de chupas de cuero y brillantina en el pelo.
Las
luces se apagan, sumiéndome en una oscuridad tan solo rota por los faros de
algún conductor despistado, y regreso al coche. Sintonizo la emisora de radio y
las primeras notas musicales me anuncian el inicio de la película. Ante mí, la
gigantesca pantalla al aire libre se llena de imágenes y me estremezco esperado
la aparición de algún monstruo de cartón piedra que nunca llega.
Comienza
la película y me dejo llevar por la historia, disfrutando del aroma del pasado
de ese autocine, sin dejar de preguntarme porqué, en tiempos de Covid y
distanciamiento social, no se apuesta más por ese formato tan antiguo como
maravilloso.
Por
desgracia, esta noche ha sido para mí una deliciosa excepción. Apenas hay
autocines en España y absolutamente ninguno en Cataluña. Pero el recuerdo
quedará grabado en mi mente. Y sé que, tarde o temprano, volveré.
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