Los niños lo son todo. Siempre lo he sabido, pero ahora, que soy padre, lo puedo confirmar. Son tiernos, frágiles e inocentes. ¿O no? Pues no del todo. Ya nos olíamos algo cuando en 1968 se estrenó la película con el título más spoileador de la historia del cine, según la cual un niño podía ser aterrador antes incluso de nacer. Más tarde, en el 73, una niña angelical sería poseída por el mismísimo diablo y su cabeza empezaría a dar vueltas y blasfemar en latín. Pero fue en 1976 cuando descubrimos de verdad el miedo que puede dar un niño. Y no me refiero solo a la obra maestra de Narciso Ibáñez Serrador, también de ese año, sino al descubrimiento de un tal Damien que, con el paso del tiempo, ya sea en forma de secuelas, series o remakes, se convertiría en un sinónimo del anticristo.
Pero
no todo van a ser malas noticias para los más pequeños de la casa, pues apenas
dos años después de personalizar el mal se les enseñó (se nos enseñó) que un
hombre era capaz de volar. Eso fue mucho tiempo antes de que Marvel dominase
las taquillas mundiales, pero la primera piedra ya estaba puesta, y se hizo
desde la empresa de la acera de enfrente. Los comics ya no eran cosa de chiste
y aprendimos a soñar con héroes que, ataviados en coloridos pijamas con los
calzones por fuera, nos ayudaran a salvar el día.
Y
llegó 1985, y entonces aprendimos a soñar con un amor imposible, un amor tan
poderoso que pudiese combatir a cualquier maldición, incluso aquella que
impidiese a los amantes coincidir en el tiempo.
Pero
no es cuestión de ponerse tan trascendentes. Porque, puestos a soñar, ¿qué
mejor que soñar con grandes aventuras de piratas perdidos y tesoros escondidos?
Una aventura que, en el fondo, no dejaba de ser una oda a la amistad y el
retrato de una generación que ha sido imitada mil veces en el cine actual, sin
conseguir, en la mayoría de los casos, clonar su magia.
Y
en eso que nos fuimos haciendo mayores, y casi a la vez que nos enseñaron a
soñar con fantasmas navideños que reinventaran la fantasía de Charles Dickens
en la actualidad, aprendimos a disfrutar de un concepto de la amistad más
adulto, casi inventando el género de las buddy movies, al presentarnos las
peripecias, tan divertidas como dramáticas, de un policía bastante mal de la
cabeza y su compañero veterano siempre a punto de la jubilación. Una amistad
que casi rozaba el concepto de familia mucho antes de que Dom Toreto
pretendiese apropiarse del concepto. Y eso a lo largo de otras tres secuelas
que el tiempo, maldito tiempo, han impedido que fuesen cuatro.
Hubo
más: jugadores de cartas en el oeste, asesinos enfrentados entre ellos, conspiranoicos,
viajes por el tiempo o policías acorralados en apenas dieciséis calles. Quizá
no sea una filmografía demasiado extensa. Quizá no todos los títulos sean igual
de brillantes. Quizá nunca sea considerado un grande a la altura de Spielberg,
Lucas y compañía, pero cuatro películas suyas son suficientes para sentar las
bases a seguir en cuatro géneros tan dispares como el terror, la acción
superheróica, las aventuras juveniles y el policiaco. Cuatro películas son
suficientes para que un director merezca ser reconocido como uno de los más
grandes de todos los tiempos. Cuatro películas que, cada una a su manera y
modo, nos enseñaron a soñar.
Hace
unos días se nos fue Richard Donner. Y sin él, el mundo tiene un poco menos de magia. Lo
echaremos a faltar.
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