miércoles, 23 de octubre de 2024

El Vals más triste del mundo es también el último.

La estrofa de uno de los clásicos de Sabina, incluido en su disco más extraño y de premonitorio título, Enemigos íntimos, rezaba así: «El primero en sacarte a bailar un vals, el vals de la tristeza más triste del mundo».

Eso fue en 1998, un año antes de que, con cuarenta y diez años, escribiera una canción donde detallaba su funeral y testamento. Aclaraba, eso sí, que lo hacía sin prisas, y «que el traje de madera, que estrenaré no está siquiera plantado». Después de eso, aún tendrían que llegar más discos, una depresión, otra colaboración (esta vez con final feliz) junto a «su primo, el Nano», una aparatosa caída, muchos conciertos y continuas demostraciones de su «mala salud de hierro».

Hasta ahora.


Esta semana, en la que parecía que todo iba a girar alrededor de la ruptura entre Leyre y el resto de componentes de La Oreja de Van Gogh  (creando un debate casi violento entre los defensores de Leyre y los de Amaia Montero que a punto estuvo en dividir a las dos Españas, un enfrentamiento a la altura del que hay entre seguidores de La Revuelta y El Hormiguero), va el bueno de Don Joaquín y nos obsequia por sorpresa con un tema nuevo, presentado en forma de videoclip que, según ha asegurado, va a ser el último de su carrera. No solo eso. Además, va acompañado por la noticia de que va a iniciar una potente gira llamada «Hola y… Adiós» que supondrá su despedida definitiva de los escenarios.

Sería fácil pensar que Sabina iba a ser uno de esos artistas que no se iba a retirar nunca (y estoy convencido de que como compositor no lo podrá hacer, aunque lo pretenda) pero el genio de Úbeda se ha propuesto marcarse su propio destino y decidir cuándo y cómo despedirse de su gente. Y lo ha hecho por lo grande, con una maestría en forma de canción de despedida que, junto con unas imágenes maravillosamente filmadas por Fernando León de Aranoa (quien ya llevara parte de la historia de Joaquín a los cines con su documental Sintiéndolo Mucho), logran emocionar hasta límites insospechados.

En El último vals, Sabina habla, con el corazón en la mano, directamente a su público, mirándolo a los ojos y haciendo un rápido balance de su historia, disfrazándolo todo en forma de conversación de bar (¿qué mejor lugar para despedirse de la música o, en definitiva, de la vida?) y rodeado por algunos de los amigos que han marcado sus últimos años.

Sabina ha querido imaginarse, posiblemente, como podría ser su propio funeral y ha invitado a aquellos que sabe que no van a faltar a que se despidan de él en vida. Momentos como el de Leyva mirando desde un lateral mientras por el opuesto aparece Serrat para darle un  afectuoso beso a Joaquín, justo antes de que este les dedique su ripio más agradecido («Tú, que corriste a rescatarme de las llamas, tú, que pusiste paz en mi ciudad sin ley, tú, que aprendiste en mis electrocardiogramas que hace tiempo que no sigo siendo el rey») ponen la carne de gallina, y la sucesiva aparición de amigos, abrazándose entre sí como si se tratara de un ansiado reencuentro largo tiempo pospuesto invitan a pensar si el Sabina del videoclip no es ya un fantasma del pasado, un fantasma de una vida de excesos y descontrol pero también de genialidad y buenos amigos. El bar que Aranoa nos presenta es el lugar ideal para esa reunión de amigos y familiares (no faltan tampoco «la viuda» Jimena o las dos «huérfanas», Carmela y Rocío) en una despedida en la que el fantasma del difunto (nótese el juego de planos que ofrece Aranoa, alternando los momentos en los que Sabina está rodeado «de los de siempre» con aquellos en los que está en completa soledad, más allá de un barman que bien podría ser su Caronte ideal) se sorprende, con alegría, al encontrarse con su alma gemela de sus comienzos, un Javier Krahe que nos dejó hace ya casi diez años sin tiempo para tan magistral epitafio.

La canción, pausada en su arranque, va ganando fuerza y rabia conforme avanza, desprendiéndose de la melancolía inicial para mutar en una declaración de intenciones. Sabina no canta a sus amigos, solo los disfruta. Sabina canta, en el fondo, como siempre lo ha hecho, a sus fans, a sus seguidores, a sus acólitos. Nos apunta directamente con el dedo y nos lanza una última advertencia llena de esperanza: «Aún guardo un último vals para ti».

El último vals no es, en fin, una canción triste, sino un inventario de recuerdos y sentimientos que da una lección de vida a todo aquel que la escucha. Lo triste no es envejecer y morir. Lo triste es no saber cómo enfrentarse a ello. Sabina ya ha bailado varias veces con «la pálida dama» y sabe que no debe temer nada de ella. Es mejor, en su lugar, coger el toro por los cuernos y decirle a la cara que cuando «se encapriche con él y lo lleve a dormir siempre con ella» no estará solo. Y es por ello por lo que vivirá por siempre en nuestros recuerdos y en el de sus grandiosas, insuperables canciones.

Ya lo dijo en sus comienzos. « Aquí he vivido, aquí quiero quedarme». Pues eso, maestro, aquí te quedarás para siempre. No en Madrid, sino en nuestros corazones, que es mejor lugar que «a mitad de camino entre el infierno y el cielo».

viernes, 8 de marzo de 2024

CASI UNA EXPERIENCIA RELIGIOSA...

Los que me conocen podrían confirmar que soy un hombre al que le gusta el comer. El buen comer, añadiría yo. Eso se traduce en que tengo unos baremos de exigencia razonables, aunque no necesariamente exquisitos. El otro día, sin ir más lejos, callejeando por Madrid, caí en un restaurante de menú donde me sirvieron un solomillo con salsa de cabrales para chuparse los dedos. Una delicia, vamos, que hace que se me salten las lágrimas solo con recordarlo.

Paralelamente, siempre he desconfiado de la alta cocina, siendo uno más en sumarme al descrédito que para mucho merecen esos platos tan elaborados que se podrían describir como una pulguita comestible en medio de una vajilla inmensa, convenientemente decorada con una pincelada de algún sirope o vinagreta. Platos de diseño que, en apariencia, no podrían aspirar jamás a saciar el apetito pero sí a vaciar el bolsillo del desprevenido comensal. Bueno, desprevenido tampoco, que quien va a un sitio de estos que presumen de estrellas Michelín en sus puertas ya sabe a lo que va.

Siempre he desconfiado (me he burlado, incluso) de lo que yo llamaba cocina de postureo. 

Hasta la semana pasada...

Quisieron las circunstancias que, sin comerlo ni beberlo, me encontrase yo a las puertas del Ravioxo, que con una estrella Michelín es uno de los restaurantes del designado por dos años consecutivos como mejor cocinero del mundo Dabiz Muñoz. Iba alertado ya de las virtudes del lugar, pero ello no impedía que un deje de desconfianza me acompañara en mi primera visita a un local de alto standing. Ubicado en una zona gourmet de unos populares grandes almacenes, el espacio es relativamente pequeño, aunque con unos juegos de espejos que evitan cualquier sensación de claustrofobia, mientras que la cocina abierta, junto a una elegante barra de bar donde se preparan los cócteles, ayuda a dar una confortable sensación de amplitud. El personal, como cabría esperar, es muy amable y atento y hay una continua sucesión de camareros que presentan con detalle los platos, aderezándolos con valiosos consejos sobre el orden de pedir los platos o incluso la forma de degustarlo. Todo muy bien, pero a la hora de la verdad lo que cuenta es la comida. Y eso es lo que estaba yo esperando.

Pues resulta que la comida me dio, directamente, una bofetada en la boca, y aquellos a los que consideraba yo pomposos y abusivos con las florituras son los que me dieron una completa cura de humildad que invita a que, a partir de ahora, vea de forma diferente a este tipo de establecimientos.

Debo empezar diciendo que el cheff Dabiz Muñoz es, literalmente, un mago. Sus platos se basan en una composición imposible de ingredientes de diversas culturas (en Ravioxo predomina la pasta oriental) que de forma milagrosa casan con un virtuosismo asombroso. 

Es fácil pensar que pueda tener un plato estrella (de hecho, su postre de pastel fluido con chocolate blanco bien merecería serlo), pero tras una degustación de casi quince platos me resultaría imposible quedarme solo con uno. Pasta de la resaca con pollo frito, ravioli frío escabechado, cocido Hong Kong Madriz… Delicias diversas que explotan en la boca produciendo una mescolanza de sabores y sensaciones que hacen de la jornada gastronómica toda una experiencia. Tal es el desconcierto placentero que producen los platos que obligan a forzar, ya superada la sorpresa, una segunda visita para disfrutar sin limitaciones de las creaciones de Muñoz que tan bien saben reproducir (no les restemos nada de mérito) los fabulosos cocineros del local. Tal es la maravilla de la propuesta que incluso algo tan básico como el pan para acompañar las salsas se convierte aquí en una deliciosa dona frita china que emparejada a un pan de gambas y una salsa de guacamole con toques lácteos, se convierte en pieza indispensable para saborear cada plato hasta dejar el plato reluciente.

Y para beber, olvidaos de vinos caros ni, por supuesto, agua, que es necesaria pero no para saciar la sed sino para limpiar el paladar tras cada plato y así degustar sin inconvenientes el siguiente. Y es que casi al mismo nivel de genialidad que la comida se encuentran los cócteles, también creaciones del galardonado cheff, que enmascara de genialidad bebidas clásicas, como la Kaipirinha bola de nieve, o reinventa el propio concepto de bebida, como Bola de Dragón Z, sin olvidar sabores imposibles como el cóctel Melón con Jamón.

Una vez sentados a la mesa y rendidos ya al arte del creador, es hora de disfrutar del arte de los camareros, de la presentación de los platos, de la exclusividad del hielo de las bebidas (ejemplo sencillo de cómo se cuida hasta el último detalle) y del descubrimiento de algún que otro secreto, como el tiempo de elaboración de algún plato (que puede llegar a ser de varios días) o las veces que se ha cocinado determinada carne para encontrar el punto exacto de ternura.

Como cantaría Enrique Iglesias, la visita a Ravioxo fue casi una experiencia religiosa, y como tal lo quería reflejar aquí, en homenaje a todos los implicados en el local que tanto me hicieron disfrutar a la par que me abrieron los ojos ante un mundo nuevo al que tenía muy estigmatizado.

Cierto es que la cuenta no está al alcance de todos los bolsillos (aunque tampoco es algo exagerado, menos en proporción a lo que ofrecen), pero es una experiencia que recomiendo a todo el mundo, algo que debe probarse al menos una vez en la vida. Yo soy de esos que ni siquiera sabría decidirme si alguien me preguntara por mi comida favorita, aunque podría recordar algún plato concreto que me haya marcado a lo largo de mi vida (que puede ser desde algo tan básico como una taza de consomé en un una refugio de montaña en medio de la nieve, los nachos con carne de mi amada esposa o el solomillo con cabrales que mencioné al principio de mi escrito), pero si hablásemos de una comida en general, desde la bebida que hacía de aperitivo hasta el último postre, no creo exagerar si digo que la de Ravioxo fue la mejor comida de mi vida. Así de rotundo me muestro: La mejor comida de mi vida. Y así lo quería transmitir aquí, como modesta forma de agradecer a los culpables de semejante deleite su dedicación.

Si algún día soy condenado a muerte, ya sé a quien encargaré mi última cena.

Buen provecho.