viernes, 8 de marzo de 2024

CASI UNA EXPERIENCIA RELIGIOSA...

Los que me conocen podrían confirmar que soy un hombre al que le gusta el comer. El buen comer, añadiría yo. Eso se traduce en que tengo unos baremos de exigencia razonables, aunque no necesariamente exquisitos. El otro día, sin ir más lejos, callejeando por Madrid, caí en un restaurante de menú donde me sirvieron un solomillo con salsa de cabrales para chuparse los dedos. Una delicia, vamos, que hace que se me salten las lágrimas solo con recordarlo.

Paralelamente, siempre he desconfiado de la alta cocina, siendo uno más en sumarme al descrédito que para mucho merecen esos platos tan elaborados que se podrían describir como una pulguita comestible en medio de una vajilla inmensa, convenientemente decorada con una pincelada de algún sirope o vinagreta. Platos de diseño que, en apariencia, no podrían aspirar jamás a saciar el apetito pero sí a vaciar el bolsillo del desprevenido comensal. Bueno, desprevenido tampoco, que quien va a un sitio de estos que presumen de estrellas Michelín en sus puertas ya sabe a lo que va.

Siempre he desconfiado (me he burlado, incluso) de lo que yo llamaba cocina de postureo. 

Hasta la semana pasada...

Quisieron las circunstancias que, sin comerlo ni beberlo, me encontrase yo a las puertas del Ravioxo, que con una estrella Michelín es uno de los restaurantes del designado por dos años consecutivos como mejor cocinero del mundo Dabiz Muñoz. Iba alertado ya de las virtudes del lugar, pero ello no impedía que un deje de desconfianza me acompañara en mi primera visita a un local de alto standing. Ubicado en una zona gourmet de unos populares grandes almacenes, el espacio es relativamente pequeño, aunque con unos juegos de espejos que evitan cualquier sensación de claustrofobia, mientras que la cocina abierta, junto a una elegante barra de bar donde se preparan los cócteles, ayuda a dar una confortable sensación de amplitud. El personal, como cabría esperar, es muy amable y atento y hay una continua sucesión de camareros que presentan con detalle los platos, aderezándolos con valiosos consejos sobre el orden de pedir los platos o incluso la forma de degustarlo. Todo muy bien, pero a la hora de la verdad lo que cuenta es la comida. Y eso es lo que estaba yo esperando.

Pues resulta que la comida me dio, directamente, una bofetada en la boca, y aquellos a los que consideraba yo pomposos y abusivos con las florituras son los que me dieron una completa cura de humildad que invita a que, a partir de ahora, vea de forma diferente a este tipo de establecimientos.

Debo empezar diciendo que el cheff Dabiz Muñoz es, literalmente, un mago. Sus platos se basan en una composición imposible de ingredientes de diversas culturas (en Ravioxo predomina la pasta oriental) que de forma milagrosa casan con un virtuosismo asombroso. 

Es fácil pensar que pueda tener un plato estrella (de hecho, su postre de pastel fluido con chocolate blanco bien merecería serlo), pero tras una degustación de casi quince platos me resultaría imposible quedarme solo con uno. Pasta de la resaca con pollo frito, ravioli frío escabechado, cocido Hong Kong Madriz… Delicias diversas que explotan en la boca produciendo una mescolanza de sabores y sensaciones que hacen de la jornada gastronómica toda una experiencia. Tal es el desconcierto placentero que producen los platos que obligan a forzar, ya superada la sorpresa, una segunda visita para disfrutar sin limitaciones de las creaciones de Muñoz que tan bien saben reproducir (no les restemos nada de mérito) los fabulosos cocineros del local. Tal es la maravilla de la propuesta que incluso algo tan básico como el pan para acompañar las salsas se convierte aquí en una deliciosa dona frita china que emparejada a un pan de gambas y una salsa de guacamole con toques lácteos, se convierte en pieza indispensable para saborear cada plato hasta dejar el plato reluciente.

Y para beber, olvidaos de vinos caros ni, por supuesto, agua, que es necesaria pero no para saciar la sed sino para limpiar el paladar tras cada plato y así degustar sin inconvenientes el siguiente. Y es que casi al mismo nivel de genialidad que la comida se encuentran los cócteles, también creaciones del galardonado cheff, que enmascara de genialidad bebidas clásicas, como la Kaipirinha bola de nieve, o reinventa el propio concepto de bebida, como Bola de Dragón Z, sin olvidar sabores imposibles como el cóctel Melón con Jamón.

Una vez sentados a la mesa y rendidos ya al arte del creador, es hora de disfrutar del arte de los camareros, de la presentación de los platos, de la exclusividad del hielo de las bebidas (ejemplo sencillo de cómo se cuida hasta el último detalle) y del descubrimiento de algún que otro secreto, como el tiempo de elaboración de algún plato (que puede llegar a ser de varios días) o las veces que se ha cocinado determinada carne para encontrar el punto exacto de ternura.

Como cantaría Enrique Iglesias, la visita a Ravioxo fue casi una experiencia religiosa, y como tal lo quería reflejar aquí, en homenaje a todos los implicados en el local que tanto me hicieron disfrutar a la par que me abrieron los ojos ante un mundo nuevo al que tenía muy estigmatizado.

Cierto es que la cuenta no está al alcance de todos los bolsillos (aunque tampoco es algo exagerado, menos en proporción a lo que ofrecen), pero es una experiencia que recomiendo a todo el mundo, algo que debe probarse al menos una vez en la vida. Yo soy de esos que ni siquiera sabría decidirme si alguien me preguntara por mi comida favorita, aunque podría recordar algún plato concreto que me haya marcado a lo largo de mi vida (que puede ser desde algo tan básico como una taza de consomé en un una refugio de montaña en medio de la nieve, los nachos con carne de mi amada esposa o el solomillo con cabrales que mencioné al principio de mi escrito), pero si hablásemos de una comida en general, desde la bebida que hacía de aperitivo hasta el último postre, no creo exagerar si digo que la de Ravioxo fue la mejor comida de mi vida. Así de rotundo me muestro: La mejor comida de mi vida. Y así lo quería transmitir aquí, como modesta forma de agradecer a los culpables de semejante deleite su dedicación.

Si algún día soy condenado a muerte, ya sé a quien encargaré mi última cena.

Buen provecho.

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