Nadie
puede poner en duda que Guillermo del Toro es un genio. Un genio incomprendido,
algunas veces, y un genio incomprensible otras. De su mente ha salido todo un
imaginario espectral que por sí solo valdría ya para una saga de películas de terror
dignas de los cásicos de la universal (a los que tanto venera) y era, hasta la
fecha, más aplaudido en Europa que en los Estados Unidos. No en vano sus dos
mejores trabajos hasta la fecha eran españoles: El espinazo del Diablo y El
laberinto del Fauno.

Quizá
lo más cerca a los cuentos de terror góticos que tanto le gustas fuese La cumbre escarlata, pese a que no legó
a triunfar en taquilla como se merecía, por lo que me sorprende (y alegra a la
vez) que La forma del agua, su
siguiente trabajo, en lugar de suponer un regreso con el rabo entre las piernas
a los gustos del Hollywood medio, haya sido una de sus películas más
arriesgadas y extrañas.
Sobre
el papel, estamos ante una nueva versión del clásico de La Bella y la Bestia, convertida la bestia de turno en un primo
cercano de la criatura de la laguna negra (La
mujer y el monstruo) y la Bella en una mujer algo entrada en años,
solitaria y muda.
Con
estos dos elementos, decorados por una época (la Guerra Fría) que confiere a la
historia de amor con tintes de terror un cierto aire de thriller, Del Toro se
las apaña para componer una película deliciosa, una historia arrebatadora
cargada de pasión y de la que se pueden sacar múltiples lecturas.
Es
una historia de amor, eso está claro. Pero al amor sin límites, al amor a lo
diferente, ya sea esa diferencia una mujer con una deficiencia, un homosexual o
un monstruo marino. Es, por descontado, una oda a la igualdad (algún apunte
racial hay de regalo), a lo absurdo de la discriminación y del abuso del poder
y a la soledad que puede provocar la dificultad para comunicarse. Y es, sobre
todo, una lección de cine que, en el fondo, se rinde pleitesía a sí mismo, con esos
bailes sentados en el sofá de Sally Hawkins y Richard Jenkins o el momento de
ensoñación musical.
Otro
de los grandes méritos de Del Toro es que, a diferencia de esa aura de magia
romántica que tenía la historia de amor fantasmal de La cumbre escarlata, en La
forma del agua impere un tono de realismo que hace que se evite el ridículo al
que se podría condenar este improbable romance.

Del
Toro ha sabido rodearse, además, de un excelente plantel de actores. Michael
Shannon (que los que me seguís desde hace tiempo sabréis que no es precisamente
santo de mi devoción) está sensacional, lo mismo que Richard Jenkins, Y sobre Michael
Stuhlbarg baste indicar que está presente, aunque sea como secundario, en tres
de los films nominados este año como Mejor Película (aparece también en Los archivos del Pentágono y Call Me by Your Name). Como curiosidad,
Doug Jones, el actor que interpreta al ser marino, es un viejo conocido de Del
Toro (ha sido Abe Sapien en Hellboy y
su secuela, el Fauno de El laberinto del
Fauno y aparecía también en La Cumbre
Escarlata y la serie The Strain).
Sin
embargo, es Shally Hawkins quien se come completamente la pantalla en cada
plano que aparece y solo ella, la magnífica dirección de Del Toro (este año
conseguirá al fin el merecido reconocimiento en Hollywood) y la brillante banda
sonora de Alexandre Desplat (tres elementos claves que, estoy convencido, serán
tres Oscars fijos, aunque a ella Frances McDormand y sus Tres anuncios en las afueras no se lo van a poner nada fácil) son
ya motivo suficiente para disfrutar una y otra vez de un film en el que “el
gordo” (como le llaman sus amigos) se ha dejado el alma y ha vaciado el tintero
con todo su amor por el cine y el terror.
Valoración:
Ocho sobre diez.
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