sábado, 19 de septiembre de 2015

EVEREST (4d10)

Dirigida por Baltasar Kormákur, ese director islandés que debutó en Estados Unidos con la normalita Contraband y se reafirmó con la bastante más recomendable 2 guns, Everest narra la tragedia acontecida en 1996 cuando varias expediciones de alpinistas trataron de criticar la cima del mundo. No voy a dar más datos por no entrar en spoilers pero el detalle de que esté basada (bastante fielmente, parece) en una historia real hace que no haga falta mucho esfuerzo para saber cómo van a producirse los acontecimientos.
La película cuenta con un director correcto, unos bonitos paisajes (algunas escenas están filmadas en el mismo Nepal) y un reparto tan espectacular como desaprovechado, pero todo ello no es suficiente, ni de lejos, para que Everest sea una buena película.
Lo primero que falla es la empatía con los personajes. A priori es fácil solidarizarse con la desgracia ajena, tanto en ficción como en la vida real, pero hay que profundizar un poco más en los personajes para conseguir la comunión necesaria para sentirse en su piel y sufrir como sufren ellos. En el caso de un accidente o desastre fortuito es diferente, y el espectador no debe conocer al detalle la vida de todos los ocupantes del Titanic o saberse el nombre de todos los habitantes de Pompeya (que pese a sus carencias y pretensiones más palomiteras la película de Anderson tiene mucha más alma que esta) para sufrir por ellos. Aquí el problema principal es que son los protagonistas los que ponen sus vidas en juego conscientemente sin más objetivo que el orgullo, el desafío personal o incluso el siempre lucro. Unos tipos van a la montaña más peligrosa del mundo y les sorprende un gran peligro... ¡Pues claro! Como diría el humorista José Mota: si hay que ir se va, pero ir por ir...
No, no estoy diciendo que por poner sus vidas en juego caprichosamente merezcan lo que les sucede, pero algo deberían tener para poder simpatizar con ellos y no ser meros maniquíes sobre los que, al principio de la película, puedes apostar sobre si viven o mueren. Y eso, más allá del hecho de ser una historia real, es culpa del guionista, que no sabe dar un toque de épica a la narración, como si tenía ¡Viven!, de Frank Marshall, ni la carga dramática que tenían otros personajes reales que sufrían las consecuencias de su propia imprudencia como el Ramón Sampedro de Mar Adentro o el Aron Ralston de 127 horas.
Everest arranca con un planteamiento similar al típico cine de catástrofes, lo que puede justificar su reparto estelar, pero olvida que una de las normas no escritas de ese género consiste en dar su minuto de gloria a todos los personajes. Everest, en cambio, se limita a seguir las andanzas de Rob Hall (Jason Clarke) como líder de la expedición y a Beck Weathers (Josh Brolin), escalador cuyos méritos se los ha dado más el dinero que la experiencia, quedando como tercer bastón argumental a Jon Krakauer (Michael Kelly), el periodista que a la postre escribirá el libro en que se basa la historia. De telón de fondo están los personajes femeninos que interpretan sin demasiado esfuerzo Emily Watson como mano derecha en el campamento base de Hall, Keira Knightley como su embarazada esposa y Robin Wright como la casi anecdótica mujer de Weathers. 
Todo lo demás es la nada más absoluta, desde un incomprensiblemente olvidado Jake Gyllenhaal cuya inicial rivalidad con el personaje de Clarke se diluye como la nieve bajo el sol o un Sam Worthington que, literalmente, pasaba por ahí. ¡Por Dios, que es el prota de Avatar y Terminator Salvación y se pasa la peli hablando por radio cómodamente sentado en su campamento!
Parece ser que la idea inicial de los productores, que llevaban diez años trabajando en la película, era centrar la trama sólo en Hall, que iba a protagonizar Christian Bale, pero cuando Bale se bajó del carro para ser sustituido por Clarke tuvieron tan poca fe en el actor de El amanecer del Planeta de los Simios y Terminator Génesis  que improvisaron está historia coral de forma tan chapucera.
Ciertamente, lo único que salva algo la película son sus maravillosos paisajes, por más que se note la parte filmada en estudio, pues no en vano fue concebida para estrenarse en Imax y los que la han visto en 3D dicen que vale la pena el formato.
En la cuneta queda lo que podía haber sido verdaderamente interesante si hubiesen querido tirar por ese camino, como es la transformación que el Everest ha sufrido en los últimos tiempos (por no decir prostitución) de manera que cualquiera puede ir a pasear por ahí como si fuesen Las Ramblas sólo con pagar un módico precio, convirtiendo el lugar en un estercolero de basura, bombonas abandonadas, campamento vacíos y, ¿por qué no decirlo?, cadáveres imposibles de rescatar, demostrando que la seguridad puede llegar a ser algo secundario ante la necesidad de conseguir llevar a un cliente hasta la cima por no perder la reputación, ya de por sí no muy destacable, del negocio. Pero la película no quiere tomar ese camino y prefiere desviarse por la vía fácil y cobarde de convertir a Hall (para mí el gran culpable de lo que pasa, que para algo su trabajo es mantener con vida a sus clientes) en un mártir, mereciendo la santificación por conseguir, pese al precio a pagar, cumplir el sueño de uno de los personajes.
Al final, la calidad del film es como el oxígeno a partir de los 4.000 metros de altura: muy escasa...

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