Dirigida por Baltasar Kormákur, ese director islandés que debutó en Estados
Unidos con la normalita Contraband y
se reafirmó con la bastante más recomendable 2 guns, Everest narra la
tragedia acontecida en 1996 cuando varias expediciones de alpinistas trataron
de criticar la cima del mundo. No voy a dar más datos por no entrar en spoilers
pero el detalle de que esté basada (bastante fielmente, parece) en una historia
real hace que no haga falta mucho esfuerzo para saber cómo van a producirse los
acontecimientos.

Lo primero que falla es la empatía con los personajes. A priori es fácil
solidarizarse con la desgracia ajena, tanto en ficción como en la vida real,
pero hay que profundizar un poco más en los personajes para conseguir la
comunión necesaria para sentirse en su piel y sufrir como sufren ellos. En el
caso de un accidente o desastre fortuito es diferente, y el espectador no debe
conocer al detalle la vida de todos los ocupantes del Titanic o saberse el
nombre de todos los habitantes de Pompeya (que pese a sus carencias y
pretensiones más palomiteras la película de Anderson tiene mucha más alma que
esta) para sufrir por ellos. Aquí el problema principal es que son los
protagonistas los que ponen sus vidas en juego conscientemente sin más objetivo
que el orgullo, el desafío personal o incluso el siempre lucro. Unos tipos van
a la montaña más peligrosa del mundo y les sorprende un gran peligro... ¡Pues
claro! Como diría el humorista José Mota: si hay que ir se va, pero ir por
ir...
No, no estoy diciendo que por poner sus vidas en juego caprichosamente
merezcan lo que les sucede, pero algo deberían tener para poder simpatizar con
ellos y no ser meros maniquíes sobre los que, al principio de la película,
puedes apostar sobre si viven o mueren. Y eso, más allá del hecho de ser una
historia real, es culpa del guionista, que no sabe dar un toque de épica a la
narración, como si tenía ¡Viven!, de
Frank Marshall, ni la carga dramática que tenían otros personajes reales que
sufrían las consecuencias de su propia imprudencia como el Ramón Sampedro de Mar Adentro o el Aron Ralston de 127 horas.
Everest arranca con un
planteamiento similar al típico cine de catástrofes, lo que puede justificar su
reparto estelar, pero olvida que una de las normas no escritas de ese género
consiste en dar su minuto de gloria a todos los personajes. Everest, en cambio, se limita a seguir
las andanzas de Rob Hall (Jason Clarke) como líder de la expedición y a Beck
Weathers (Josh Brolin), escalador cuyos méritos se los ha dado más el dinero
que la experiencia, quedando como tercer bastón argumental a Jon Krakauer (Michael
Kelly), el periodista que a la postre escribirá el libro en que se basa la
historia. De telón de fondo están los personajes femeninos que interpretan sin
demasiado esfuerzo Emily Watson como mano derecha en el campamento base de Hall,
Keira Knightley como su embarazada esposa y Robin Wright como la casi
anecdótica mujer de Weathers.
Todo lo demás es la nada más absoluta, desde un incomprensiblemente
olvidado Jake Gyllenhaal cuya inicial rivalidad con el personaje de Clarke se
diluye como la nieve bajo el sol o un Sam Worthington que, literalmente, pasaba
por ahí. ¡Por Dios, que es el prota de Avatar
y Terminator Salvación y se pasa la
peli hablando por radio cómodamente sentado en su campamento!

Parece ser que la idea inicial de los productores, que llevaban diez años
trabajando en la película, era centrar la trama sólo en Hall, que iba a
protagonizar Christian Bale, pero cuando Bale se bajó del carro para ser sustituido
por Clarke tuvieron tan poca fe en el actor de El amanecer del Planeta de los Simios y Terminator Génesis que
improvisaron está historia coral de forma tan chapucera.
Ciertamente, lo único que salva algo la película son sus maravillosos
paisajes, por más que se note la parte filmada en estudio, pues no en vano fue
concebida para estrenarse en Imax y los que la han visto en 3D dicen que vale
la pena el formato.
En la cuneta queda lo que podía haber sido verdaderamente interesante si
hubiesen querido tirar por ese camino, como es la transformación que el Everest
ha sufrido en los últimos tiempos (por no decir prostitución) de manera que
cualquiera puede ir a pasear por ahí como si fuesen Las Ramblas sólo con pagar
un módico precio, convirtiendo el lugar en un estercolero de basura, bombonas
abandonadas, campamento vacíos y, ¿por qué no decirlo?, cadáveres imposibles de
rescatar, demostrando que la seguridad puede llegar a ser algo secundario ante
la necesidad de conseguir llevar a un cliente hasta la cima por no perder la
reputación, ya de por sí no muy destacable, del negocio. Pero la película no
quiere tomar ese camino y prefiere desviarse por la vía fácil y cobarde de
convertir a Hall (para mí el gran culpable de lo que pasa, que para algo su
trabajo es mantener con vida a sus clientes) en un mártir, mereciendo la santificación
por conseguir, pese al precio a pagar, cumplir el sueño de uno de los
personajes.
Al final, la calidad del film es como el oxígeno a partir de los 4.000
metros de altura: muy escasa...
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