Existen
películas que, más allá de su demostrada calidad, necesitan de un cierto grado
de empatía con su público para llegar a calar y emocionar. Este puede ser el
caso de Una pastelería en Tokio, una
obra japonesa de la directora Naomi Kawase, que está cosechando gran éxito de
crítica por todos aquellos festivales por los que ha pasado.

Una
cuidada fotografía (con esos cerezos, al principio en flor, que son casi un
cuarto protagonista de la historia, representación cultural de la muerte y resurrección),
los silencios y los juegos de miradas dan a la película un cierto tono zen que
pretende explicar más con lo que calla que con lo que dice.
Y
ahí es donde yo no conseguí entrar. La tediosidad con la que Kawase impregna a
sus personajes ralentiza en exceso el ritmo de la historia, llegando a
desesperar en algún pasaje concreto. En diversas escenas, principalmente
llegando a su arco final, la película amenaza con emocionar, pero la languidez
alargada del desarrollo no me lo llega a permitir, impidiéndome disfrutar como
debería del mensaje crepuscular y sintiéndome tentado de mirar el reloj en
demasiadas ocasiones.
Un
drama intimista y melancólico que, más allá de su cuidada puesta en escena,
requiere de un esfuerzo adicional por parte del espectador para poder lograr una
simbiosis total. Y yo nunca pude ser parte del juego.
Y
es una pena. Me quedo con la sensación de haberme perdido algo intenso. Aunque
quizá, como se suele decir, no eres tú, Naomi, soy yo. ¿O es al revés?
Puntuación:
5 sobre 10.
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