Ang Lee es uno de esos directores que logra juntar dos
cualidades vitales en Hollywood: rodar bien y caer bien. Gracias a ello se
permite hacer lo que le da la gana, y en lugar de acomodarse y repetirse como
hacen muchos compañeros de profesión él opta por seguir sus instintos y saltar
de un género y estilo a otro sin encasillarse, arriesgando en extremo en unas
ocasiones y apostando seguro en otras. No es un realizador artesanal, por lo
que carece de un sello de identidad que lo defina, pero ni falta que le hace.
Con una variedad de estilos solo comparable a Danny Boyle, saltó a primera
plana con un drama romántico como Sentido
y Sensibilidad, reinventó el género de artes marciales en Tigre y Dragón, hizo un Hulk gafapasta, se aventuró en un wester
homosexual en Brokeback Mountain y
ahora se introduce en una aventura casi infantil demostrando además que
aún hay esperanza para el cine en 3D.
Basada en una novela de Yann Martel cuenta la aventura de
Pi, un muchacho indio que sufre un naufragio cuando transportaba junto a su
familia a los animales de un zoo camino a Canadá. Pi sobrevive gracias a un
bote salvavidas, pero debe compartirlo con otro superviviente, un tigre con el
curioso nombre de Richard Parker.
A priori una película donde dos tercios transcurren con el
chaval perdido en medio del océano podría resultar tediosa (recuerden aquel
coñazo de Zemekis llamado Náufrago),
pero Lee lo resuelve con maestría. Dado lo increíble de la historia, el
director decide liarse la manta a la cabeza y lanzarse a por todas, dejando que
la historia quede un poco de lado y cediendo todo el protagonismo al terreno
visual. La vida de Pi es un espectáculo sencillamente apabullante de luz y
color de una belleza sublime. Cualquier excusa es buena para impresionar y hacernos
abrir la boca, embobados, como si asistiéramos al mejor castillo de fuegos
artificiales jamás concebido. Ballenas gigantescas, peces voladores, islas
carnívoras… todo vale en pos de una fotografía impagable que convierte la
fábula de Pi y su tigre en un sueño onírico, un viaje psicotrópico por un mundo
mágico que amenaza con apabullar con tanto efecto digital pero que sabe
quedarse siempre a las puertas de la saturación. Y como colofón, ese magnífico
tigre, prodigio tecnológico, que se revela como el auténtico protagonista de la
historia.
No todo es perfecto en La vida de Pi. Como ya he comentado,
la imagen tiene más importancia que la narración, y eso hace que una vez
finalizado el mágico viaje el ritmo decaiga en una final demasiado alargado, no
sé si por la necesidad que se autoimpone el director de que todo quede más o
menos aclarado o lastrados por el hecho de estar ante una adaptación literaria.
El hecho es que hay dos versiones de la misma historia, la que se ve y la que
se cuenta. La mágica y la realista. Y aunque se invite al espectador a creerse
la que más le guste (al fin y al cabo,
todo se basa en creer en Dios en un discurso demasiado forzado en su intento de
contentan a todas las religiones sin apostar claramente por ninguna), se abusa
de algunas explicaciones, como si Lee temiese que su mensaje no quedara
suficientemente claro.
Sea como sea, la película es una invitación a soñar, y
durante gran parte del metraje es lo que consigue. En estos tiempos que corren,
eso ya es mucho.
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