jueves, 6 de noviembre de 2014

FILTH, EL SUCIO (8d10)

Me resulta enormemente complejo definir esta película. No encuentro palabras para ello. O quizá sea al revés, quizá encuentro demasiadas, algunas de ellas aparentemente opuestas entre sí.
Divertida, excesiva, extrema, desquiciante, horrible, genial, desagradable, demoledora, hilarante, sórdida, soez…
Todo ello es Filth, la historia de un policía dispuesto a hacer todo lo posible por conseguir un ascenso. Bruce Robertson, el protagonista, es un ser miserable, alcohólico, drogadicto, crápula, taimado y traicionero, casi como una versión británica (escocesa para más señas) de nuestro castizo Torrente, un verdadero cerdo, en pocas palabras. Pero a la vez tiene un aurea de seductor que atrapa, que te obliga a admirarlo e incluso envidiarlo, como si el espectador deseara mimetizarse en él y conseguir su magnetismo creyendo que podría mantener su lado oscuro, su faceta más viciosa a buen recaudo.
La película arranca presentándonos a su mujer, Carol, atractiva y seductora, que rompiendo la cuarta pared (el propio Bruce lo hace constantemente, sobre todo para mirarnos directamente a los ojos y hechizarnos) nos explica de forma ambigua, confusa y perturbadora los secretos de su felicidad conyugal.
Inmediatamente pasamos a conocer la vital importancia que para ese matrimonio es el ascenso de Bruce, la consecución del poder a cualquier precio, y se nos muestra a un joven atractivo, ambicioso y emprendedor al que, poco a poco, iremos descubriendo con asco y horror su lado más perturbador y desagradable. No en vano el título del film, Filth, es inmundicia en español.
Llega un momento, desde luego, que la caída a los infiernos de este personaje carece de frenos. Es entonces cuando el guion (que parte de una novela de Irvine Welsh que al parecer es aún más degradante que la película) se apiada de Bruce y nos ofrece alguna pincelada de su pasado que nos invita a pensar que hay una tragedia que motiva su forma de ser y actuar, no justificándolo pero sí al menos edulcorándolo levemente. Pero ello no sería suficiente para evitar que odiásemos a muerte  a un tipo que no duda en acostarse (y humillar) a la mujer de un compañero, acosar a la esposa de su mejor (o único) amigo y terminar incriminándolo a él, enfrentar a sus compañeros entre ellos o desafiar abiertamente a una superiora por el simple hecho de ser mujer de no ser por un elemento clave en la película: James McAvoy.
Este joven actor escoces ya había demostrado con anterioridad sus grandes dotes de interpretación en paleles tan dispares como el profesor Xabier de los X-men, el atormentado protagonista de Trance o el enamorado de Eleanor Rigby, pero aquí logra superarse a sí mismo y hacerse suyo un personaje difícil, consiguiendo encandilarnos con su mirada y pasar del dolor a la depravación en un parpadeo, con una sonrisa de lobo con piel de cordero que enternece y aterra a la vez.
James McAvoy es el alma de Filth, por más que esté rodeado de un plantel de grandes secundarios como Jamie Bell, Eddie Marsan, Imogen Poots o John Sessions, y cuando el desquiciado montaje a ritmo de magníficos temas musicales amenaza con desbordarse él, con su carisma y magnetismo, solventa la papeleta.
Filth es una de esas pequeñas joyas que de tanto en tanto nos ofrece el cine británico y que todo el mundo debería ver. Quizá alguno me haga caso y termine odiándome por ello, pues la desazón que provoca en algunos momentos es notable, pero terminará dejando poso y. si dejan los prejuicios en la puerta, disfrutarán con su sentido del humor punzante y su sorprendente y revelador giro argumental.
Filth es toda una experiencia cinematográfica, por su seductor arranque, su orgía de sexo y drogas, su bestial banda sonora, su hipnótica fotografía, su montaje desconcertador, sus créditos finales y, sobre todo, por McCavoy y, para bien o para mal, es de obligado visionado.

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