Maud
Lewis fue una pintora canadiense que, pese a padecer artrosis reumatoide desde
niña logró desarrollar una brillante carrera artística y convertirse en una
artista de renombre, pese a no abandonar nunca su pequeño pueblecito pesquero
ni codearse con la alta sociedad. La casa que Maudie compartía con su huraño
marido se convirtió en una especie de tienda-museo y la gente hacía verdaderas
peregrinaciones para ir a comprar sus cuadros, que llegaron a entusiasmar al mismísimo
Nixon.

La
historia de Maudie es lo opuesto a un cuento de hadas, pero sus cuadros eran un
reflejo de su espíritu, un espíritu que, pese a todo, terminó por contagiar a
los que la rodeaban. Walsh consigue mostrar todo esto en la película, dotándola
de una hermosa textura con planos que, en ocasiones, parecen lienzos mismos,
consiguiendo componer arte que habla sobre arte.
Más
allá de la simple biografía reveladora, Maudie
es una historia de sobre dos personas rotas, dos pájaros heridos que, contra
todo pronóstico, consiguen complementarse el uno con él otro y fruto de su
compañía y comprensión logran que surja de ellos algo hermoso. Tan hermoso como
esos cuadros con los que Maudie conseguía dar color a un mundo marrón y sucio.
Maudie es una gran historia de amor y comprensión, pero es, ante todo, una
historia sobre la vida, sobre el sentido de la misma y sobre el color que pueda
llegar a tener. Un color que no siempre se debe buscar a nuestro alrededor,
sino que puede brotar del propio interior.
Un
color como el que nacía en el interior de esta artista que fue Maud Lewis y que
tan hermosamente ha logrado ilustrar Aisling Walsh.
Valoración:
Siete sobre diez.
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