sábado, 20 de junio de 2015

LA SOMBRA DEL ACTOR (6d10)

Aunque creo que ya lo he comentado alguna vez, me continúa resultando muy curioso como en ocasiones pueden coincidir en el calendario dos películas de argumentos relativamente similares. La coincidencia de películas sobre Blancanieves puede deberse sólo a la moda de adaptar cuentos infantiles a la gran pantalla, pero casos recientes como los Hércules, los ataques terroristas a la Casa Blanca o biopics paralelos sobre un mismo actor o director pertenecen más a la casualidad que a otra cosa, por más teoría conspiranoica que pueda hacerse. La cosa es más llamativa todavía si se trata de películas de corte más independiente, alejadas del concepto de blockbuster más convencional.
Y es que no cabe duda que La sombra del actor es una especie de cara B de la gran triunfadora del año pasado, Birdman, ya que aborda desde un punto de vista algo más intimista y con menos esfuerzos visuales una historia relativamente similar (y aunque se haya estrenado bastante después debo insistir en que sus rodajes y estreno en festivales fueron prácticamente parejos): la de un consagrado actor de Hollywood caído en desgracia y refugiado en el teatro que confunde la realidad con sus propias ilusiones y cuya tendencia suicida es más que preocupante (y no piensen que estoy spoileando nada, con un intento de suicidio arranca la película). Por encontrar similitudes ridículas (y permítanme colar aquí el comentario friki del día) incluso se imitan en la alusión al mundo de los superhéroes, aunque en conceptos muy diferentes.
La principal diferencia entre ambas es que mientras Birdman, pese a las inmensas interpretaciones de Michael Keaton y Edward Norton, giraba alrededor de la dirección de Alejandro González Iñárritu y su imposible plano secuencia, en La sombra del actor el verdadero y casi único) foco de atención hay que buscarlo en un arriesgado Al Pacino, uno de los grandes de Hollywood, cuya vida real no es tan pareja a la de su personaje como sucedía con los interpretes de Birdman pero que tampoco es que le ande muy a la zaga, refugiado de sus papeles casi testimoniales y poco merecedores de su talento en comedias fáciles o thrillers rutinarios en Broadway, preferentemente al amparo de Shakespeare (imposible no mencionar ahora a la fusión entre ambos mundos en la valiente Looking for Richard).
Sin ánimos de desmerecer el trabajo de Barry Levinson, realizador que ha vivido tiempos mejores con las ya lejanas Good morning, Vietman, Rain Man o La cortina de humo, es Pacino y sólo Pacino quien sostiene toda la película, ya sea para bien o para mal. Su presencia, pese a que ni siquiera para él pasen los años en balde, sigue siendo sobrecogedora, y de la empatía que pueda sentir (o no) el espectador con él dependerá la satisfacción con la que cada uno pueda recibir el film.
Una vez más, Hollywood se mira el ombligo. Y lo hace con una mirada cínica, hiriente y descarnada, apostando más por la destrucción de la mente que por la construcción de la leyenda, recordándonos que los actores son seres de carne y hueso y, en ocasiones, con los pies de barro como cualquiera. O quizá incluso más.

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