Me
gustaría comenzar esta crítica explicando que no tengo ni idea de Fórmula 1. No
me importa lo más mínimo quién gane o pierda (excepto por el orgullo patrio de
Fernando Alonso), no conozco los recovecos del reglamento y no entiendo a
quienes se pasan el fin de semana pegados al televisor tragándose los
entrenamientos, las clasificaciones y (por fin) las carreras, largas e
interminables.
Comienzo
así porque quiero dejar claro mi punto de vista ante un deporte que es el
protagonista de esta película, y porque creo que llegar tan virgen al cine es
casi más positivo que negativo, pues si bien las escenas de competición no
resultan para nada aburridas para el profano (como suele suceder con las
películas sobre futbol americano o beisbol), el no tener ni idea de cómo va a
acabar el duelo entre Niki Lauda (al menos el nombre de este sí me sonaba) y
James Hunt me parece una clara ventaja sobre los amantes de los coches.
Es
curioso que el mismo fin de semana que se estrena Jobs llegue este otro biopic (en este caso doble) que va a provocar
que las tentaciones de comparativas sean casi inevitables. Y es que si en la
película de Stern me quejaba de que uno salía del cine sin acabar de entender
quién era Steven Jobs y lo que hacía, a Ron Howard le bastan un par de escenas
para dibujar perfectamente a Lauda y Hunt y que conozcamos lo que les impulsa a
hacer lo que hacen y a ser como son, dos caras de la misma moneda, almas
gemelas (aunque totalmente opuestos a la vez) que por mucho odio que crean
tenerse estarán condenados a entenderse y admirarse mutuamente.
Ambientada
a principio de los 70’, la película arranca alternando las historias de ambos
corredores, usando sendas voces en off para conocer sus pensamientos, cuando
comenzaban en Fórmula 3: Hunt, mujeriego y juerguista, interpretado por un
excelente Chris Hemsworth totalmente desatado lejos de la relativa rigidez que
le supone ser un dios nórdico, y Lauda, frío y sensato, medido y camaleónico
Daniel Brühl. Rápidamente ascienden hasta la Fórmula 1, dónde el austriaco Lauda
logrará su primer campeonato, centrando toda la película en el duelo que tendrá
al año siguiente contra el aspirante británico.
Ignoro
hasta qué punto se ha sido fiel a la historia real y a las arrebatadoras
personalidades de ambos (si hay algún lector conocedor del tema y quiere dar su
opinión en los comentarios le será agradecido), pero desde el punto de vista
cinematográfico la presentación de ambos es impecable, consiguiendo además que
entendamos fácilmente como ve cada uno el mundo de las carreras (la
presentación, por separado, de cada uno en sus respectivos talleres es un claro
ejemplo de la manera de trabajar). Ambos
viven para correr y es lo único que parece importarles, pero mientras uno
trabaja con la cabeza, el otro lo hace con el corazón, y por más evidente que
pueda parecer quién de los dos obra con corrección (y si no ahí queda la Historia
para corroborarlo), el gran acierto de la película es que en ningún momento
plantea a uno como el bueno y otro como el villano, no hay favoritismos en esta
lucha de egos, en este combate pasional que fue más allá de los circuitos y que
se refleja también en sus vidas personales, representadas en la forma de sus
matrimonios (la modelo Suzy Miller fue la fugaz esposa de Hunt hasta que lo
dejó por el actor Richard Burton mientras que Marlene le robó el corazón y fue
inspiración para Lauda), correctamente interpretadas por Olivia Wilde y
Alexandra Maria Lara.
Casi
al final de la película, tras casi dos horas de enfrentamientos y odios, Lauda
y Hunt coinciden en un aeródromo y tienen una breve conversación en la que cada
uno insiste en defender sus posturas. Y es ahí donde, si el espectador no ha
decidido todavía quién es su favorito, ya no lo hará nunca, pues ambos tienen
razón y ambos se equivocan, ya que eso es la vida, acertar y equivocarse, pero
siempre con el corazón y desde la pasión.
A
años luz de Jobs, Ruch logra seducir al espectador con el
lujoso y espectacular mundo de la alta competición (nada que ver, eso es
cierto, con el circo que es hoy en día), mostrando además sus peligros con
escenas de escalofriante crudeza, consiguiendo hacernos partícipes de él e
invitándonos a sentirnos como un miembro más del equipo.
Si
hay que buscar algún pero podríamos encontrarlo en las escenas de carreras, brillantes
y hasta poéticas, pero a las que en ocasiones les iría bien algo más de
efectismo. Los planos de Howard son emocionantes, con mucho zoom y cámaras a ras
de suelo, pero quizá se echa en falta ver con más claridad los adelantamientos,
siempre rápidos y confusos, imagino que para hacernos sentir como dentro del propio
monoplaza. Un simple detalle que no enturbia una brillante película, apasionada
y apasionante, sobre una rivalidad y un campeonato que, en su época, sin duda
provocó que alguien dijera: parece una historia de película.
De
gran película, debo añadir.
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