Como
en el caso de El niño con el pijama de
rallas, de Mark Herman, nos encontramos ante la adaptación de una novela
juvenil que tiene el buen propósito de retratar los horrores del nacismo
durante la Segunda Guerra Mundial pero desde un punto de vista al que pueda
acceder un niño. Y como en el caso de El
niño con el pijama de rallas, La
ladrona de libros fracasa en su intento de plasmar las páginas de la novela
a la gran pantalla.
Ambas
películas comparten el mismo error de base: no definir claramente a quién está
orientada la historia. En una novela es importante conseguir jugar con la
imaginación del lector, por lo que se puede tratar de un tema tan escabroso
como las cámaras de gas y las persecuciones a los judíos sin provocar
pesadillas atroces en un niño. Pero eso
no sucede cuando deber presentar la historia en imágenes, por lo que se debe
decidir si se apuesta por la dureza de retratar los hechos tal y como
sucedieron o se plantea un cuento de hadas donde el terror se encuentra oculto
entre líneas. Dicho de otra manera, entre hacer una película de Spielberg o de
Chris Columbus. El director Brian Percival no es ninguno de ellos, ni tampoco
puede compararse a Roberto Benigni, que consiguió con La vida es bella encontrar un inestable equilibrio entre el terror
hitleriano y el humor tierno.
Así,
La ladrona de libros se encuentra en
una especie de limbo desde su primera secuencia, en la que la propia Muerte
hace de narradora en off de la película mientras contemplamos un paisaje
celestial que nos pretende transportar hasta el Que bello es vivir de Frank Capra consiguiendo desconcertar y sacar
al espectador de la historia en un tiempo record. Esa voz en off se me antoja
cansina y casi ridícula, estropeando lo poco bueno que pueda haber en la
película y demostrando que el cine y la literatura son artes completamente
diferentes y lo que vale para uno no tiene porqué valer para otro. La utilidad
de esa curiosa narradora en la novela, además de servir como hilo narrativo,
ayuda a que admiremos más aun a la protagonista, ya que su historia debe ser
grandiosa si hasta la misma Muerte se toma su tiempo en observarla. Esa
sensación, sin embargo, no está presente en ningún momento de la película.
La ladrona de libros cuenta la historia de Liesel, una niña entregada en
acogida por ser hija de una comunista al matrimonio formado por Hans y Rosa,
una humilde pareja alemana cuya ideología al inicio del film es ligeramente
ambigua con respecto a la política de Hitler aunque deberán por terminar por
tomar partido cuando, para pagar una antigua deuda de honor, deban acoger en su
casa a Max, un fugitivo judío.
Es
mediante su relación con Max y, sobretodo, impulsada por su amor hacia la
literatura (pasión que en el relato de la película no está convenientemente
desarrollada), que la joven Liesel descubrirá de que va todo esto del nacismo y
porqué las victorias de Hitler (de su Alemania) no son todo lo admirables que
deberían ser.
Percival
alterna entonces escenas simplonas como la llegada de ella a la escuela (con
una narración tontorrona que recuerdan al primer Harry Potter, precisamente el de Columbus) que provocan bostezos
entre los más mayores, con otras más “serias” pero para nada explicadas (el
asalto nazi durante Las noche de los cristales rotos, por ejemplo), que seguro
que desconciertan a los niños de hoy en día que nada saben de determinados
sucesos históricos.
Así,
la evolución de Liesel ante la espantosa época que le ha tocado vivir solo se
dibuja correctamente en alguna buena escena suelta, como la de la hoguera en la
que los alemanes queman una pira de libros que el régimen considera inapropiados,
quizá el momento clave del film, donde sin necesidad de pronunciar palabra la
actriz Sophie Nélisse consigue convencernos de como descubre y se horroriza por
la realidad que la rodea.
Posiblemente
el problema real radique en menospreciar a los niños, creyendo necesario
endulzar en exceso la historia olvidándose de que estamos ante una generación
que admira a Tarantino y pasa la mayor parte de su tiempo jugando a Call of Duty. Si se hubiese arriesgado
un poco más y se hubiese apostado por la crudeza que en ocasiones necesita la
historia todos habríamos sufrido más con el inevitable desenlace del film, que
se supone aspira a provocar las lágrimas del personal pero que no consigue ni
tan solo emocionar mínimamente, por más que los estupendos Geoffrey Rush y
Emily Watson hagan lo imposible para ganarse nuestros corazones.
No
es una mala película, pero con una buena (aunque algo austera) ambientación y
muy buenas interpretaciones merecería aspirar a más. Habría bastado, quizá, con
elegir a un director más competente.
Y
a eliminar a la odiosa voz de la Muerte, desde luego.
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