Como
si se tratase de cerrar un círculo perfecto, François Truffaut será casi el
encargado de culminar este ciclo de recomendaciones (el mes que viene tendrá un
toque más… navideño) que comenzó, precisamente, con una película suya: La noche americana.
Fahrenheit 451 es un clásico tanto literario como cinematográfico, y
no voy a descubrir ahora al director más representativo de la nouvelle vague. Sin embargo, puede que muchos
–incluyendo a mi querida prima Isa, que es precisamente la autora de la
recomendación- me pongáis a caldo debido a mi opinión sobre este título en
particular.
Basada
en una novela distópica de Ray Bradbury la historia sigue los pasos de Guy
Mortag en un futuro ambiguo y frío en el que los libros han sido prohibidos por
considerar que impiden la felicidad del hombre, llenándolo de sufrimiento y
angustia. Mortag es un destacado miembro del cuerpo de bomberos, un organismo
que en esa época (posterior al 2010, cuarenta y cuatro años en el futuro con
respecto a la fecha de rodaje y cincuenta y siete con la edición de la novela)
no se dedica a sofocar fuegos sino a buscar esos libros prohibidos para
proceder a su destrucción. Pero el día que Mortag conoce a una joven soñadora y
llena de vida sus convicciones comenzarán a flaquear, llegando a preguntarse si
no puede haber estado pensando de manera equivocada todos esos años.
Es
notable lo mal que ha pasado el tiempo para la película, resultando el futuro
que nos presenta completamente absurdo y ridículo, carente de la imaginación de
otras películas de ciencia ficción de la época, aunque también podríamos
considerar que esa era precisamente la intención de Truffant, interesado en no
distraer la atención del espectador del mensaje de la película.
Como
si tratase de asentar las bases de la narrativa distópica tan de moda hoy en
día en sagas como Los juegos del hambre
o Insulgente, en Fahrenheit 451 (que es la temperatura exacta a la que arde el
papel) se plantea un mundo idealizado donde la libertad de pensamiento ha
quedado absorbida y los programas de televisión sirven para lavar el cerebro de
la sociedad, en busca de una aparente pero artificial felicidad.
Esa es la
clave de la película que, al igual que en la predecesora 1984 de George Orwell imagina un gobierno totalitario que ofrece un
entretenimiento dirigido y racionado a las masas para asegurarse su docilidad y
falta de independencia. Pero tan buena base se malogra, en mi opinión, con un
guion confuso y una puesta en escena torpe, resultado posiblemente de las
pésimas relaciones entre Truffant y el actor principal, Oskar Werner, o a las
limitaciones del realizador ante su primera aventura en inglés. El propio
artista galo reconoció posteriormente los muchos errores de encuadre al forzar
determinadas escenas de forma incorrecta para asegurarse de seguir lo mejor
posible la aparición de determinados libros, verdaderos protagonistas de la
trama. Es casi como si la búsqueda (muy acertada en algunas ocasiones) de
imágenes que ejemplaricen la metáfora de la narrativa tuviesen una importancia
exagerada en detrimento del propio lenguaje cinematográfico. Y el desastroso
trabajo de los actores (de los que sólo puedo salvar a una magnífica Julie
Christie, muy acertada en su doble papel) no ayuda a mejorar la función.
El
paso de los años y la tecnología ha forzado a que la sociedad y el libre
pensamiento avance a una velocidad vertiginosa, y eso me lleva a pensar que el
plano final de la película (esa icónica -y casual- escena bajo la nieve) sea
totalmente desacertada. Lamentablemente no he leído la novela para poder hacer
una necesaria comparativa, pero ver a los “hombres libro” caminando como zombies
limitándose a recitar las obras que han memorizado de forma casi autómata no me
parece precisamente un ejemplo de sociedad comunicativa y de libre albedrío,
llegando a plantearme si es, finalmente, un mundo mejor que el que se nos
plantea al comienzo o si todo es para nada. La sociedad, con libros o sin
ellos, con control gubernamental o sin él, parece condenada.
Y
dudo que sea eso lo que quería reflejar Truffant.
En
fin, lamento no ser capaz de admirar la virtudes que han convertido esta
película en un clásico, encontrándola desacertada y hasta grotesca (espantosa
la escena en la que una mujer muere voluntariamente entre llamas cual Juana de
Arco), aunque no se me escapan algunos brillantes momentos así como los muchos
guiños a obras literarias seleccionadas, unas como simple capricho del
director, otras como elementos más que refuerzan la narración visual.
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