Mr.
Holmes es la última película de Bill Condon, ese director que empezó su
prometedora carrera con títulos como Dioses
y Monstruos, Kinsey o Dreamgirls y que aún está cumpliendo pena
en el purgatorio por haber perpetrado en dos partes el definitivo final a la
insulsa saga de Crepúsculo.
Basada
en una obra de Mitch Cullin, la película nos presenta a un decrépito Sherlock
Holmes, refugiado en una aislada casa en la campiña inglesa sin más compañía
que su cuidadora, la señora Munro, y su hijo Roger. Ya retirado desde hace años
de sus aventuras detectivescas, Holmes trata de recomponer en su cabeza su
último caso, aquel que le invitó a abandonar de vida y cuya versión novelada,
obra de su fiel Watson, podría tener más datos de ficción de los deseados. Así,
con el pequeño Roger como ayudante y escudero, Holmes se enfrentará a los tortuosos
recuerdos de su pasado mientras la senilidad y la pérdida de memoria amenazan
con embarrarlo en un mundo de sombras y misterios.
Mr. Holmes, lejos de la leyenda icónica que supuso la creación
de Conan Doyle y sus muchas y variadas representaciones cinematográficas, nos
muestra a un héroe con pies de barro, huraño, decrépito y egoísta, una sombra
de lo que fue incapaz de sentir nada por nadie más que por él mismo o por su
también desahuciada colmena de abejas.
Sin
embargo, las ansias de conocimiento del pequeño Roger y la incapacidad de Holmes
para recordar todos los detalles del caso que Watson bautizó como “Sherlock
Holmes y la dama de gris”, un misterio trágico que finalizará con la visita de
Holmes al mismísimo Japón.
Nostálgica,
intimista y crepuscular, Mr. Holmes
es un canto a la amistad y a las oportunidades perdidas, a los remordimientos y
a la vejez. Una hermosa historia que, sin embargo, difícilmente hubiese
funcionado igual de bien de no ser por la imponente y magistral presencia de Ian
McKeller, bastante más demacrado que la última vez que lo vimos ejercer de
Magneto, que se mimetiza a la perfección en la piel del caballero británico
hasta el punto que cuesta creer que nunca antes hubiese tenido la oportunidad
de encarnar al detective de Baker Street.
Mucha
más relajada y reflexiva que las versiones recientes de Guy Ritchie o la
frescura de la soberbia serie de Steven Moffat , es una buena oportunidad para
ver otra cara del popular personaje, una vuelta de tuerca al mito tal y como
hicieran, en otro contexto, Barry Levinson en El secreto de la Pirámide o Billy Wilder en La vida privada de Sherlock Holmes, por citar dos ejemplos más.
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