Ben
Stiller es un tipo curioso, un cómico de toda la vida que un buen día decidió
pasarse periódicamente al otro lado de las cámaras y que, como le sucediera a
su tocayo Affleck, conseguiría así sus mejores trabajos. Alabado por la crítica
por Zoolander y por el público por Tropic thunder, era difícil a priori
saber qué esperar de su tercera película en la que, además, abordaba un
argumento a priori más serio y trascendental que en sus dos primeras obras: la búsqueda
de la libertad. Pero no en un sentido literal, no. La libertad del alma, de la
mente. Del espíritu.
Basada
en un relato corto de James Thurber, que ya pasó a la pantalla grande en 1947
con Danny Kaye, Virginia Mayo y Boris Karloff como protagonistas, y adaptada en
esta ocasión por Steve Conrad, experto en esto del trascendentalismo ya que es
el firmante de En busca de la felicidad y el hombre del tiempo, la vida secreta de Walter Mitty explica
como en plena transición de la revista Life
del formato impreso al digital (con los consiguientes recortes de personal)
Walter Mitty, dedicado durante 16 años a la recepción y procesamiento de
negativos fotográficos con encuentra una pieza concreta del último envío de
Sean O’Conell, fotógrafo estrella, la que se supone es su mejor trabajo y debe
ser utilizada como portada del último ejemplar en papel ya que capta a la
perfección la quintaesencia de la publicación.
Pero
este no es el único problema de Walter. Por un lado, está enamorado hasta las
trancas de una compañera de la oficina con la que no ha reunido nunca el valor
suficiente para un simple Hola,
mientras que por otro tiende a “evadirse”, a vivir fantasías en su imaginación
que le permitan hacer lo que no es capaz de conseguir en la realidad.
Ahora,
llega el momento en que debe decidir si luchar por aquello en lo que cree (el
amor de su vida y recuperar el valioso negativo) o conformarse con vivir dentro
de su imaginación.
Bajo
esta premisa Stiller –total foco de atención de la película- realiza una
propuesta interesante que invita al optimismo y manda un contundente mensaje
muy acorde con estas fechas navideñas para no rendirse nunca y seguir luchando
hasta el final. La lástima es que la fuerza que contiene el mensaje no es
acorde con la fuerza de su guion, que comienza a desinflarse a mitad de la
película, justo cuando los paralelismos entre las “dos vidas” de Walter
empiezan a desaparecer y la realidad se descontrola hasta perder credibilidad.
No
obstante, Stiller no se conforma con ser un narrador de buenas nuevas, sino que
insiste en ser el protagonista de la cinta desde ambos lados de las cámaras, erigiéndose
como un director prodigioso y componiendo una película cuya fuerza visual es
tan arrebatadora que cabe perdonarle la flojera final del señor Conrad (que tampoco
me gustó en los dos guiones ya mencionados). Acompañada por una banda sonora
perfecta, la fotografía del film es hermosa e impactante, con contrastes de
colores imposibles que iluminan esta historia de superación personal con una
metáfora sobre la perdida de la inocencia y los valores de fondo en referencia
a la invasión del mundo digital, arrasando no solo con montones de puestos de
trabajo sino con la belleza y grandiosidad que caracterizaba a las míticas
portadas de la revista y que desemboca en la escueta pero mesiánica aparición
de Sean Penn interpretando al esquivo fotógrafo O’Conell.
A
veces divertida, a veces emotiva, a veces exagerada, siempre majestuosa.
Stiller se doctora, definitivamente, como uno de los grandes directores de este
todavía imberbe siglo XXI.
Habrá
que estar bien atentos a su siguiente paso.
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