Con
algo de retraso he podido ver al fin Land of mine (Bajo la arena), otra de las nominadas de este año al Oscar a mejor
película extranjera y quizá la que más me ha gustado de las que he podido
disfrutar, no ya porque sea mejor que la ganadora, El Viajante, sino porque el tema quizá me atrae más (de Toni Erdmann ya no me voy a molestar en
hablar más).
Gracias
al servicio de inteligencia británico los nazis nunca supieron donde pensaban
realizar los aliados el desembarco que finalmente acontecería en Normandía y
que supuso el primer gran paso para terminar con la II Guerra Mundial. Es por
ello que el Reich decidió llenar toda la costa danesa de minas enterradas y,
tras la finalización de la guerra, alguien debía retirarlas de allí.
Land of mine cuenta la historia de los soldados alemanes
prisioneros que se vieron forzados a retirar esas minas poniendo en serio
peligro sus propias vidas. Lo más terrible, sin embargo, es que en la mayoría
de los casos se trataba de soldados recién incorporados a filas, niños que
apenas sabían nada de la guerra que acababan de perder y a quienes los daneses
trataban como al mismo demonio.
Más
allá de contar una historia real (se calcula que habían más de dos millones de
minas antipersonas a lo largo de todo el litoral), el director Martin Zandvliet
ha querido plasmar una narración cargada de humanidad sobre como el odio puede
marcar nuestros pasos, recordando que en una guerra no hay nunca buenos ni
malos y que cualquiera que abuse de una situación de poder puede ser tan cruel
como el peor de los dictadores.
Por
eso, la película gira en torno a la figura del sargento Carl Rasmussen (magnifico
Roland Møller), un déspota tirano al principio del film al que unos soldados
enemigos logran hacerle replantearse todas sus ideas y esas férreas
convicciones que la vida en el ejército otorgan.
Land of mine, con una preciosa fotografía y momentos de pausada
angustia, es un canto a la amistad y a la redención, un recordatorio de que las
guerras causan muchos vencidos y pocos vencedores y que la reconstrucción es
siempre más dura que la destrucción.
Valoración:
Siete sobre diez.
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