Aunque
no puedo considerarme un fan declarado de Robert Zemeckis reconozco que
admiraba profundamente al realizador en su primera etapa, la más divertida y
palomitera (con la trilogía de Regreso al
futuro como punto álgido, aunque nunca me cansaré de reivindicar La muerte os sienta tan bien).
Luego le
llegó una faceta más seria y adulta con la que ya no conecté tanto (no soy nada
fan de Forest Gump y Náufrago me aburrió soberanamente) y
finalmente se perdió en los delirios digitales de Polar Express, Beowulf y Cuento de Navidad hasta que se pegó el
batacazo y regresó al cine de imagen real con El Vuelo.
Él
mismo, sin embargo, ha reconocido que está más interesado en la técnica que en
la historia (quizá por eso lo mejor de El Vuelo fuese la escena del avión
volando del revés y su posterior aterrizaje forzoso). Por ello, El desafío es una película técnicamente impecable,
con un glorioso y muy bien aprovechado 3D (esta es una de las pocas ocasiones
donde la técnica tridimensional es realmente aconsejable) y un hermoso tributo
a las tristemente desaparecidas Torres Gemelas de Nueva York.
La
historia es otra cosa…
El desafío narra la epopeya de Philippe Petit, un artista
callejero parisino que, buscando siempre nuevos desafíos, se empeña en cruzar el
espacio que separa ambas torres haciendo funambulismo. Una proeza para la que
debe reunir a un variopinto grupo de cómplices, casi a modo de los chicos de
Clooney en Ocean’s Eleven.
Así,
la primera mitad del film sigue el clásico planteamiento de una película de
robos (hay que decir que para el desafío al que quiere enfrentarse Petit no hay
permisos posibles, así que todo se hará en contra de la ley), resultando algo
monótona y aburrida. En la segunda, todo el protagonismo recae en la “actuación”
final, en el ejercicio de equilibrismo que decora el cartel y que, por estar
basado en una historia real y por ser el propio Petit quien nos narra la
historia desde la primera escena, ya sabemos que terminará bien.
Por
eso, por la falta de emoción práctica al conocer (o imaginar) el desenlace, y
por lo mal que puede llegar a caer el propio Petit, un personaje egoísta,
engreído y sobrado, uno no llega a conectar demasiado con una historia
demasiado poco trabajada y en la que demasiadas cosas se dejan en manos del
caprichoso azar.
Y
esto, que resume muy bien el cine de Zemeckis de los últimos años, es lo que
más define a la película desde el punto de vista artístico. Pero, como digo, al
propio director todo esto le importa bien poco. Lo verdaderamente importante,
la excusa de esta historia que no por real resulta poco cautivadora, es el clímax
final, la media hora larga en la que Petit recorre el cable, los planos desde
lo alto de la torre capaces de provocar vértigo en el propio espectador, la magnificencia
de esas torres tan perfectamente recreadas que parecen reales…
Esta
es la magia de la película y la única excusa para ir a verla, más allá de lo
que el señor Petit y su caprichosa vanidad nos puede llegar a interesar. De cada
uno dependerá valorar si esta media hora final de pausada adrenalina compensa
el visionado completo.
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