domingo, 10 de abril de 2016

ALTAMIRA: extraño publireportaje de las pinturas.

Extraña coproducción entre España, Estados Unidos y Francia con un reparto tan internacional como rechinante, Altamira iba a ser originalmente un documental y prueba de ello es su ritmo irregular y la dirección plana de un veterano como Hugh Hudson que más allá de Carros de fuego no ha hecho apenas nada destacable.
Con Antonio Banderas (tan solvente como siempre) como gran valedor, el film narra el descubrimiento de las pinturas rupestres en la cueva de Altamira y como la autentificación de las mismas supuso un cisma entre ciencia y religión (la fecha en la que se calculaba que fueron realizadas ponía en entredicho la teoría de Adán y Eva) e incluso entre los propios científicos (tampoco las fechas cuadraban demasiado bien con lo que se sabía entonces sobre la evolución, siendo los propios seguidores de Darwin quienes dudaron del hallazgo.
Marcelino Sanz de Sautuola y, sobre todo, su hija de ocho años, María, fueron los descubridores de las pinturas en una época convulsa donde la pugna entre ciencia y fe estaba en su máximo apogeo, representada incluso en el propio matrimonio Sanz.
Sin entrar en spoilers sobre el argumento, la historia nos cuenta que Marcelino Sanz fue ridiculizado por la comunidad científica y no fue hasta catorce años después de su muerte que recibió el reconocimiento merecido. Curiosamente, su hija María (la otra gran protagonista de la película, interpretada por Allegra Allen a los ocho años e Irene Escolar en su edad adulta) es la bisabuela del fallecido empresario Emilio Botín y precisamente su hija Lucrecia es la principal productora de la película.
Una historia interesante y una Santander que luce de maravilla, con esa belleza natural tan propia de la costa cantábrica, el reparto es lo más desconcertante de todo, con el británico Rupert Everett (irreconocible) interpretando a un monseñor, la iraní Golshifteh Farahani haciendo de Conchita, la mujer de Marcelino y presencias tan extrañas como la de Javivi o Maryam d’Abo, la que fuera Chica Bond allá por el 87.
Extraño popurrí que no ayuda en nada a una historia que no termina nunca de arrancar y que termina siendo un mero spot sobre las cuevas (actualmente cerradas al público) con momentos oníricos (esas pesadillas de la pequeña María) que entorpecen y donde, aparte del paisaje y la reivindicación histórica del personaje, el noble esfuerzo de Banderas por sacar adelante su personaje resulta algo estéril por culpa de un guion flojo y un director inexistente.
Aun así, aunque solo sea por conocer la historia de uno de los tesoros nacionales, podría valer ya la pena.

Valoración: Cinco sobre diez.

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