domingo, 11 de diciembre de 2016

HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE. Brutal a la par que magistral.

Posiblemente, si se le pide a alguien hacer la lista de sus directores favoritos o de aquellos en activo a los que considere mejores, Mel Gibson no entraría en ninguna de esas listas. 
Ello se debe, sin embargo, no a su falta de validez, sino a que ya sea por lo poco que se prodiga tras las cámaras (y ya puestos, incluso delante) o a que en los últimos años ha sido más noticia por temas ajenos a la cinematografía. Como sea, Gibson es uno de los mejores realizadores de nuestro tiempo, y la prueba es que pese a lo reducida filmografía todos sus títulos son de una calidad ejemplar. Dejando de lado la interesante pero algo menor El hombre sin rostro (quizá un banco de pruebas para lo que habría de venir), películas tan dispares, cada una arriesgada a su manera, como Braveheart, La Pasión de Cristo y Apocalypto son suficientes para rendirnos ante el australiano y olvidarnos de sus problemas con la justicia o su lengua afilada (y en demasiadas ocasiones equivocada).
Hasta el último hombre supone su regreso a la dirección tras diez años, y es una nueva demostración de lo grandioso que puede llegar a ser. No es la primera vez que se utiliza la guerra como excusa para reivindicar la paz (de eso iba ya La Chaqueta Metálica de Kubrich), pero resulta difícil hacerlo con la contundencia y brillantez con la que lo hace él.
Hasta el último hombre cuenta la historia real de Desmond Doss, un chico de pueblo que tras la entrada de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial decide alistarse voluntario con el deseo de ejercer como médico, ya que sus creencias como Adventista del Séptimo día le hizo declararse objetor de conciencia y se negó a coger un arma ya desde la instrucción.
Con la sombra de loa nazis en Europa y el enfrentamiento contra Japón por el Pacífico, huelga decir que la actitud pacifista del muchacho no fue muy bien recibida por sus compañeros de compañía, lo que pondrá su voluntad a prueba en no pocas ocasiones.
Con esta base, Gibson nos ofrece un relato intenso y apasionante sirviéndose de una estructura impecablemente clásica. La película, con tres partes bien diferenciadas, muestra la vida de Desmond en su pueblo natal, su adiestramiento e inevitable enfrentamiento con el estamento militar y, finalmente, el combate contra los japoneses. Durante todos esos episodios Desmond simboliza, más allá de sus creencias y su fuerza de voluntad, la lucha pacífica, un mensaje de entendimiento y diálogo entre civilizaciones donde el uso de la fuerza tendría que ser desterrado y, en pos de la incomprensión, la lucha contra sus propios allegados.
Con un reparto ecléctico que cumple a la perfección, Gibson muestra a la guerra con una crudeza que podría compararse con el magnífico arranque de Salvar al soldado Ryan de Spielberg, consiguiendo un realismo tal que en ocasionas dan ganas de apartar la mirada de la pantalla ante el muestrario de amputaciones y heridas de todo tipo que sufren los protagonistas, un festival gore de sangre y vísceras que, no lo olvidemos, son de un realismo descarnado. Esto es una guerra, sin edulcorantes ni adornos impíos. Sangre, lágrimas y muerte. Y en mitad de este amalgama de locura y crueldad, un héroe improbable emerge como esperanza de luz y salvación.
Resulta difícil ponerle un solo pero a la película. Es larga pero en ningún momento lo parece, resultando igual de interesante cualquiera de sus tres fases argumentales. Rupert Gregson-Williams, músico que quizá no es demasiado conocido y parecía condenado a partituras de comedias de medio pelo, hace una composición soberbia. El guion de Robert Schenkkan y Andrew Knight es efectivo y emocionante. Y los actores están sobresalientes, desde el siempre intenso Hugo Weaving hasta el protagonista Andrew Garfield, acostumbrado a hacer de héroe después de sus dos interpretaciones del Spiderman de Marc Webb. Pero eso sin olvidar a un Vince Vaughn cada vez más metido en papeles serios (recuerden por ejemplo, su aportación a la segunda temporada de True Detective), un Sam Worthington al que (Avatares aparte) ya se daba por perdido o a la eficiente Teresa Palmer. Y junto a ellos un repertorio de rostros jóvenes, carnaza para el campo de batalla, que aportan el toque humorístico-dramático que toda película bélica que se precie necesita, incluyendo a uno de los hijos del propio Gibson.
El bueno de Mel sabe que no necesita de florituras para dar forma a esta dura pero emotiva historia, cediendo el protagonismo a las propias imágenes (que maravilla de coreografías para las escenas bélicas) y permitiéndose lucirse en momentos breves pero potentes, como el maravilloso plano final. Gibson es, decididamente, uno de los grandes de la historia, y si la polémica que rodea a su figura no lo impide, su película será una de las imprescindibles de cara a los próximos Oscars. Y si no, al tiempo…

Valoración: Nueve sobre diez.

1 comentario:

  1. La película me parece grandiosa, pero con un mensaje bastante ambiguo. Desmond no creo que hable nunca de lucha pacifica, o de entendímiento de las civilizaciones. El, sin armas, no deja de se otro soldado más, y no tiene ningun problemas en que sus compañeros, con armas, ametrallen fusilen y explosionen a cuanto amarillo se encuentre, con la grandeza visual con la que Gibson enseña la violencia en sus películas.
    Así que no pienso que estemos ante una película antibelicista o pacifista. Más bien es una elegía ante un héroe de guerra, aunque no tuviese armas

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