Para
un gran defensor del cine de Tim Burton como yo, resulta preocupante reconocer
que su mejor película en los últimos años sea la más opuesta al estilo visual
que tanto le caracteriza.
Más de actualidad últimamente por su vida sentimental
que por sus trabajos cinematográficos, el otrora genial realizador ha tenido
que alejarse de sus dos iconos eternos: Johnny Deep y Helena Bomhan Carter
(sólo Danny Elfman sigue al pie del cañón) para poder centrarse más en la
historia que en la estética de la misma, algo que últimamente flaqueaba en sus
películas. No habiéndome desagradado Sombras
Tenebrosas –porque hay que reconocer que su versión de Alicia en el País de las Maravillas era sumamente indigesta (una
explosión de color tan solo comparable a su Charlie
y la fábrica de chocolate)-, siempre he apreciado la destreza gótica del
cineasta en títulos como Eduardo
Manostijeras, Batman o Bitelchús (confirmada ya su secuela, por
cierto), pero donde de verdad me ha cautivado es en títulos como Ed Wood o Big Fish. En ese estilo más intimista y pegado a la realidad se
encuentra esta Big Eyes, aunque
incluso carece de los toques de locura de aquellas, por más que los guionistas
sean los mismos que dieron forma a la estrambótica historia del director de Plan nueve del espacio exterior. Aquí,
el único elemento reconocible de la personalidad burtoniana son los cuadros
pintados por Margaret Kenae y alrededor de los cuales gira toda la película,
que bien podrían haber inspirado al propio Burton en el pasado cuando creó sus
más afamados dibujos, como los que protagonizaron la película Pesadilla antes de Navidad o su libro de
cuentos alrededor del Niño Ostra y su pandilla. No obstante, no encuentro nada
de malo en que un director se aleje momentáneamente de un estilo visual
rígidamente autoimpuesto si ello le permite crear una buena película. Sin duda,
Big Eyes corre el peligro de no ser
recordada bajo el estigma de ser “una película de Tim Burton”, pero a lo mejor
tampoco es lo que se pretende. A lo mejor lo que de verdad interesa es que sea
recordada como “una película de los niños de Keane”.
Margaret
es una pintora aficionada que emprende una nueva vida junto a su hija
adolescente (y musa de su obra) tras su divorcio. Es entonces cuando conoce a
Walter Keane, también pintor aficionado, comercial inmobiliario de éxito y,
sobre todo, un encantador embaucador. Es Walter quien empieza a promocionar la
obra de su ahora esposa junto a la suya propia, pero cuando aquella empieza a
triunfar decide apropiarse de los méritos de la misma, logrando fama mundial
(pese a la oposición de algún crítico especializado) y gran riqueza y
marginando cada vez más a la verdadera artista, obligada a trabajar casi
encerrada para él y guardar para siempre su secreto.
Aunque
con alguna comprensible licencia literaria, el guion es prácticamente un calco
de la historia real de Margaret, a la que da vida con su sobriedad habitual Amy
Adams, una artista de estilo hipnótico que quizá no era del agrado de todos pero
logró abrir el debate, como su coetáneo Andy Warhol, entre calidad y comercialidad.
Es su por entonces esposo, Walter, quien sale peor parado de la historia, con
algún rasgo exagerado para conseguir mejor el rol de villano de la historia,
apoyado por una interpretación quizá algo histriónica de Christoph Waltz.
Burton
no inventa, se dedica simplemente a narrar una historia real que agradece los
sutiles toques de humor por encima del drama y que permiten disfrutar de la
obra con simpatía, asistiendo como telón de fondo a una guerra de sexos en una
época donde la mujer todavía era poco más que un florero y con una sociedad
donde las apariencias importan más que el contenido.
No
será una obra redonda, pero en mi opinión, Burton ha vuelto al camino correcto,
aunque para ello haya tenido que renunciar a su propia personalidad.
Y,
afortunadamente, a la de Johnny Deep. Empieza una nueva era…
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